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Reflexión sobre las etiquetas ideológicas y la ética en la política

En el debate político actual, las etiquetas como izquierda, derecha o centro sirven como mapas para orientarnos en un territorio lleno de confusiones de ideas políticas. Sin embargo, la práctica demuestra que muchos actores se mueven con más ligereza —o conveniencia— de la que tales categorías admiten. Hoy existen desde los progresistas moderados hasta los conservadores modernos, pasando por quienes aseguran estar “ni a la izquierda ni a la derecha, sino hacia adelante”, fórmula que parece más un truco de mercadeo electoral que una verdadera filosofía.

No faltan tampoco quienes —hartos de las etiquetas o de las sospechas que ellas generan— proclaman que la única ideología válida es la honestidad, la verdad y la ética en el servicio público. Figuras como Nelson Mandela, José “Pepe” Mujica o Jimmy Carter demostraron que la decencia en el poder no es una ingenuidad, sino una fuerza política transformadora. La corrupción, en cambio, es una ideología que se infiltra en todos los sectores sin discriminar colores ni siglas.

Las ideologías ayudan a entender lo que se dice; la honestidad revela lo que realmente se hace. Por eso, mientras las etiquetas pueden ser útiles como referencia, la verdadera brújula de la acción pública debe ser el respeto a la dignidad humana, la búsqueda del bien común y —como enseñan los Diez Mandamientos— la elemental prohibición de robar. Una Asamblea Nacional lleno de creyentes en este último principio bastaría para cambiar la historia de cualquier país.

En definitiva: en política, el reto no es escoger si vamos a la izquierda o la derecha en resolver los problemas de la comunidad, sino avanzar sin desviarse hacia la corrupción, la mentira o el abuso del poder. Y frente a esa tarea, la honestidad nunca pasa de moda.

Conclusión personal desde la experiencia

La vejez tiene un talento discreto pero poderoso: enseña a pensar sin prisa y a ver con claridad lo que realmente importa. A esta altura de la vida, la política deja de ser una batalla de etiquetas y discursos, y se convierte en una pregunta sencilla: ¿cómo vivir bien sin dañar a nadie?

He aprendido que el principio más sabio es también el más antiguo: no hacerle a otro lo que no quiero que me hagan a mí. Como cualquier persona, quiero vivir en paz, ganarme el pan con honestidad y ver a los demás hacer lo mismo. La convivencia se rompe cuando aparece el “juega vivo”, el que quiere aprovecharse del esfuerzo ajeno y confunde la astucia con la falta de vergüenza.

Una sociedad justa no necesita héroes ideológicos, sino ciudadanos decentes. Si todos actuáramos con honradez, respeto y sentido común, la política sería una construcción sólida, y no un espectáculo de trampas y promesas vacías. La mejor política —la única que vale la pena— es la que se vive con integridad todos los días, sin necesidad de grandes discursos ni etiquetas rimbombantes.

Una de las frases que más me gusta es la de Marco Tulio Cicerón, ese gran abogado de Roma: “Los hombres son como los vinos, la edad agria a los malos y mejora a los buenos”. Por eso ahora creo que la mejor ideología es ser un hombre bueno.

El autor es exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia.


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