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Un árbol que da moras

Pues en pleno Siglo XXI, resulta que vivimos tiempos gloriosos. Tiempos de una ética líquida y una moral tan flexible como la columna vertebral de un político en campaña. La sociedad contemporánea, en su infinito avance tecnológico y su asombroso retroceso espiritual, ha encontrado en las redes sociales -que originalmente parecían una buena idea- no solo un medio de comunicación, sino un campo de batalla donde las lanzas se sustituyen por tweets y las espadas por hilos de Facebook o stories de Instagram. Pero lo más sublime es que todo ello cubierto por el manto sagrado del anonimato.

¡Pero como nos arrasa el progreso! Ya no es necesario afilar cuchillos, cargar pistolas, ni preparar pócimas venenosas para destruir reputaciones. Basta con un perfil falso, una conexión a internet y una carga considerable de resentimiento social acumulado. En la plaza pública digital, como en los tribunales de la Inquisición, no hay juicio justo, ni defensa, ni apelación. Los nuevos tribunales morales son manejados por perfiles con nombres tan valientes como “@VerdadOculta”, “@ElVigilanteSilencioso”, “@ConcienciaNacional” o “@JusticieroLibrePTY”, cuya biografía digital suele estar decorada por un paisaje bastante neutro, una tierna mascota, una caricatura y con banderas, emojis, y una generosa dosis de mala leche.

Nos encontramos, pues, ante una metamorfosis cultural digna de análisis: del ciudadano pensante, pasado de moda por creer en las normas sociales, frente al mercenario moral (¿o será amoral?). El justiciero de las redes, armado con su dedo acusador (y probablemente con un teclado decorado con migas de galleta o grasa de carimañola entre las teclas), se siente investido con la autoridad suprema para enjuiciar, condenar, denigrar y ejecutar socialmente a cualquier alma que haya osado destacar en algo, opinar distinto a su retorcida forma de pensar o al peor de todos los pecados entre los pecados— actuar con integridad.

Porque claro, ser una persona decente en esta era es, francamente, un atrevimiento y una clarísima una provocación. El individuo honorable, el profesional respetado, el científico riguroso, el académico ejemplar o el ciudadano respetuoso de las normas, se ha vuelto una figura sospechosa. ¿Quién se cree usted para no estar implicado en algún escándalo? ¿Para ser reconocido como un ejemplo en su profesión? ¿Para no haber cometido un error público al menos una vez?. Pues si usted ha osado cumplir con estos preceptos, en otra época admirados, el justiciero digital desconocido se encargará de inventarle algo. Porque igualar hacia arriba da mucho trabajo, es mejor denigrar a los demás para que encajen en la cloaca en que se han convertido las otrora divertidas redes sociales. La decencia, en esta jungla moral en que vivimos, es percibida por ese desecho social anónimo, como un disfraz hipócrita. Y el que ose llevarla es presa segura para los carroñeros digitales.

El anonimato, otrora refugio de disidentes en regímenes opresivos, se ha convertido ahora en el hábitat natural de los extorsionadores de nuevo cuño. Se puede acusar de lo que se les antoje a cualquier persona con principios éticos, pues saben que esos mismos principios éticos no les permitirán meterse en el chiquero donde ellos se sienten tan a gusto. Desde allí disparan insinuaciones, editan videos fuera de contexto, manipulan fotos y videos con inteligencia artificial (otra buena idea que están pudriendo), y crean narrativas difamatorias con el entusiasmo de un guionista de telenovela venezolana setentera. Y todo en nombre de “la verdad”, “la transparencia” o —la mejor de todas— “la justicia social”. Palabras nobles, pero prostituidas sin ningún remordimiento.

Porque, seamos honestos, el nuevo deporte nacional no es el fútbol, el beisbol ni el baloncesto. Ya ni siquiera la política. Lo más admirado es la destrucción selectiva de reputaciones. No hay nada que deleite más al Torquemada moderno que arrastrar por la letrina pública en que él chapotea alegremente, a una figura respetada. Y si además esa figura tiene principios firmes, peor aún. ¡Porque eso es inaceptable! En esta era de cinismo, la honestidad y la decencia se perciben como un insulto a la mediocridad reinante.

Y por supuesto, la impunidad es absoluta. No hay rostro que enfrentar, ni manos que estrechar, ni responsabilidades que asumir. Los mercenarios de las redes pueden dormir tranquilos después de un día arduo: han arruinado la vida de alguien desde la comodidad de su sofá, sin más costo que un poco de batería en su celular o su computadora.

Todo esto, mientras el resto de la sociedad asiste al espectáculo con una mezcla de voyerismo y cobardía. Porque —no nos engañemos— a muchos les divierte el escándalo ajeno. Nos hemos convertido en una audiencia adicta al linchamiento digital. ¿Para qué leer a Sócrates, a Cervantes o a García Márquez, si puedes seguir la carnicería moral de tu vecino en tiempo real desde tu cuenta de Instagram o de X?

¿Y las instituciones? Bien, gracias. Todo está tan mal, que el país que supuestamente tenía las instituciones democráticas más sólidas, se desmorona ante nuestros ojos después de elegir presidente a un depredador sexual con un largo prontuario de estafas, evasión fiscal y posiblemente pedofilia. Las universidades y los medios supuestamente respetables guardan silencio ante las amenazas con consecuencias económicas. Porque no vaya a ser que encima les protesten con hashtags. Muchos medios replican lo que ven en las redes, sin verificar, sin preguntar, y sin rubor. Y los gobiernos… bueno, a veces hasta premian con contratos a estos nuevos “influencers éticos”, especialistas en apretar el gatillo sin dejar huellas, y de paso garantizando que no los ataquen a ellos.

Lo más irónico —y por ende, delicioso— es que estos cruzados anónimos se autoproclaman salvadores del bien común. Se disfrazan de paladines, cuando en realidad son mercaderes de la sospecha. Su verdadera mercancía no es la verdad, sino la destrucción rentable. Suelen ser una banda de resentidos que nunca han dado pie con bola y que se convierten en los pepenadores de la sociedad. No hay nobleza en sus causas, sólo estrategia. No hay ideales, sólo algoritmos tratando de lograr monetización.

Así pues, avancemos. Que siga el show. Que continúe la simulación moral, el desfile de virtudes digitales y la lapidación al ritmo del trending topic. Mientras tanto, los verdaderamente honorables —esa especie en serio peligro de extinción— seguirán caminando con la cabeza en alto, sabiendo que su única falta ha sido no ensuciarse las manos.

Y eso, amigos míos, en esta época de crisis ética, parece ser el crimen más imperdonable de todos. Porque, como decía mi abuela: “Para algunos, la moral es un árbol que da moras...”

El autor es médico cardiólogo.


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