Help!: El grito de una migrante iraní que Donald Trump deportó a Panamá

Artemis supo que el infierno tenía alas el día en que, sin más aviso que un murmullo de soldados, fue subida a un avión militar en Estados Unidos que despegó con la furia de un ave ciega. No sabía adónde iba ni por qué volaba, pero al mirar por la ventanilla, con las manos esposadas y el corazón en vilo, sintió que el tiempo se le deshacía como una tela mojada. Era su cumpleaños.

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Nacida en Irán, donde el alma se hereda musulmana y la vida ajena es un delito, Artemis decidió cruzar medio mundo para dejar de rezar a escondidas. Se había hecho cristiana como quien abre una ventana en medio de un cuarto sellado, y eso, en su tierra, equivalía a cavar su tumba. “Tomaron a mis amigos”, dijo, con la voz que ya no tiembla, porque ha llorado en todas las lenguas posibles.

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Artemis Ghasemzadeh, la mujer iraní deportada a Panamá. Foto: LP / Alexander Arosemena.

El avión aterrizó con un golpe seco sobre una pista desconocida y, cuando abrieron las compuertas, el calor del trópico la abrazó con la brutalidad de una bestia húmeda.

Los soldados soltaron los grilletes con una frialdad programada y dijeron, sin decir, que estaban en Panamá. Nadie había oído ese nombre antes. “¿Es esto América?”, preguntó alguien. Nadie respondió.

Habían sido 119 los que llegaron ese día. Pero, en total, eran casi 300 las almas devueltas por la administración de Donald Trump, bajo un acuerdo de cooperación firmado entre los gobiernos. José Raúl Mulino, presidente de la república, anunció la llegada de este grupo de migrantes, muchos de los cuales venían de Uzbekistán, China, Pakistán e Irán.

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Migrantes dentro del gimnasio de Fe y Alegría. Foto: LP / Alexander Arosemena

De la ciudad a la selva

Aquella vez, Artemis y los demás migrantes fueron recibidos por agentes de Migración, con uniformes bordados de banderas desconocidas y sonrisas de protocolo. Artemis miró el cielo y entendió que estaba más lejos de su hogar que nunca. No era Dubái, ni Texas, ni siquiera la tierra prometida de sus oraciones clandestinas. Era un país que no había soñado jamás.

La llevaron a un hotel, el Decápolis, que alguien, en un informe oficial, describiría más tarde como “de cinco estrellas”. Pero no había estrellas para los deportados, solo ventanas selladas, pasillos vigilados y puertas que crujían en la madrugada.

Artemis lo llamó “la cárcel del lujo”, porque no podía hablar con nadie, ni bajar las escaleras, ni ver la calle más allá del cristal. Allí, durante una semana, vivió como una sombra. El día se dividía entre la espera y el silencio, y la noche era un pozo donde se oía llorar a los niños y rezar a los padres.

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La migrante iraní Artemis Ghasemzadeh. Cortesía

En ese encierro, un día escribió en la ventana la palabra “HELP” con el labial que guardaba como amuleto. Un fotógrafo la vio. La imagen se coló en la prensa de Nueva York y el mundo supo lo que el gobierno callaba: que los deportados estaban bajo custodia policial en Panamá, sin abogados, sin voz, sin país. No obstante, cuando por fin les dijeron que los trasladarían, no les explicaron adónde. Subieron a buses y, cinco horas después, se detuvieron frente a una vegetación monstruosa que parecía brotar del mismísimo corazón del miedo. Era el Darién, la selva maldita, según cientos de migrantes.

Artemis nunca había oído ese nombre, pero otros sí: hablaban de cadáveres, de ríos que devoran gente, de niños que se pierden, de mujeres que sangran sin socorro. “Es sucio”, dijo. “No hay agua buena. Solo sobrevivir”. El infierno ahora tenía barro, mosquitos y hambre. Allí entendió que su dolor no era único. Que otros, como ella, habían huido de guerras, de religiones impuestas, de dictaduras cotidianas. Que no era la única con una cruz escondida bajo la ropa. Y que en Panamá, como en tantas otras partes del mundo, los migrantes se convertían en una estadística sin alma.

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Artemis Ghasemzadeh, la mujer iraní deportada a Panamá posa para una fotografía frente al Hotel Decápolis donde fue retenida. 29 de abril de 2025. Foto: LP / Alexander Arosemena.

En el último lustro, más de un millón de personas han osado atravesar el Tapón del Darién, esa franja implacable de selva que parece custodiar con fiereza la frontera entre Colombia y Panamá. Entre 2014 y 2024, la ruta que muchos ven como el umbral hacia un sueño se ha cobrado al menos 536 vidas, o ha dejado a muchas otras desaparecidas entre sus árboles y ríos insaciables. El año 2024 marcó un sombrío récord: 172 migrantes perecieron en ese tramo, un aumento abrupto que destroza la relativa calma de años previos, cuando las muertes no superaban las 50 al año.

El bautismo

En medio de ese escenario, la migrante iraní a veces se preguntaba si todo eso era una prueba de Dios o una condena de los hombres. También recordaba que nadie le dijo por qué fue deportada. En Estados Unidos le aseguraron que iría a Texas. En cambio, apareció en un país que no figuraba en sus mapas. Alguien le explicó que era parte de un “programa de cooperación” entre gobiernos.

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Artemis es bendecida por el padre Giuseppe 'Peppe' Leo de la Basílica Menor Don Bosco en Calidonia. Foto: LP / Alexander Arosemena

La Iglesia, a veces, tampoco podía hacer mucho. “No es una institución militar”, le dijo el sacerdote Giuseppe Leo, párroco de la iglesia Don Bosco, en Calidonia. “Es cuestión de fe, no de poder”. El religioso, con voz pausada y solemne, le sugirió a Artemis que, si deseaba ser bautizada, debía aceptar el nombre de Catalina, por coincidir con el día de la santa.

Ella asintió con una sonrisa suave, pero en su interior algo se agitó: Catalina, en persa, se traduce Katrin, y ese eco le recorrió la sangre como una cicatriz dormida. No tuvo tiempo de pensar más; en ese instante el celular vibró con una videollamada desde Texas. Al otro lado de la pantalla, su hermano, con los ojos cansados de encierro, la saludó sin saber que el nombre que acababa de recibir era el mismo que alguna vez tuvo su hija muerta. Fue entonces cuando Artemis comenzó a hablar, como si el bautismo no empezara con agua bendita, sino con la memoria.

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Artemis en la iglesia de San José, Casco Antiguo. Foto: LP / Alexander Arosemena.

El hermano de Artemis había cruzado desiertos, fronteras y océanos junto a ella, pero el destino —caprichoso como una moneda al aire— los lanzó a extremos distintos del exilio. Mientras Artemis fue enviada a Panamá en un avión sin explicación, él quedó encerrado en una cárcel de Texas, donde los días se amontonan como piedras y nadie dice cuánto durará la espera.

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Varios migrantes deportados por Trump están dentro del gimnasio de Fe y Alegría. Foto: LP / Alexander Arosemena.

Su actualidad

Hoy, Artemis vive en un hotel de la ciudad de Panamá junto a otras familias iraníes. Ha aprendido algunas palabras en español: “agua”, “gracias”, “libertad”. Le enseñaron a decir “esperanza”, aunque aún no sabe si se conjuga en futuro. Otros de los que vinieron con ella están en el gimnasio del colegio Fe y Alegría, en Mañanitas.

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Vista aérea del gimnasio de Fe y Alegría. Foto: LP / Alexander Arosemena.

“Muchos nos llaman ilegales, pero somos solo personas con miedo y sueños”, dijo mientras acariciaba un rosario de madera que alguien le regaló. “No somos malas personas. Solo queremos vivir, tener una vida normal”. A veces piensa en Irán, pero no como patria, sino como recuerdo. “No puedes vivir en tu país porque es peligroso”, dijo. “Debes olvidar a tu familia, tu lenguaje, tus memorias. Solo debes sobrevivir”.

Artemis lleva 127 días en Panamá. No puede trabajar ni estudiar, y actualmente cuenta con un permiso humanitario de seis meses, aprobado por el gobierno panameño, para regularizar su situación migratoria o trasladarse a un tercer país.

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Artemis en la playita del Casco Antiguo. Foto: LP / Alexander Arosemena.

No sabe cuánto tiempo estará en Panamá. Tal vez meses, tal vez años. Pero dice que, desde que llegó, Dios la acompaña. “Este es el lugar donde puedo ser yo misma. Aunque nadie lo entienda”. Ella aún no sabe qué será de su vida. Pero ya no quiere escapar. Panamá no era su destino, pero quizás sea su tierra de resurrección. “Estoy orgullosa”, dice al final. “Soy cristiana. Y por primera vez, puedo decirlo en voz alta”.

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Artemis enfrenta un futuro incierto en Panamá. Foto: LP / Alexander Arosemena.


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