Este domingo 20 de julio se cumple el primer octavo del regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. En apenas seis meses, ha logrado avances significativos en la implementación de su ambiciosa y disruptiva agenda. Pero varios de ellos se han traducido, simultáneamente, en amenazas para la democracia estadounidense y el orden liberal internacional. Lo que estamos presenciando no es solo un cambio de rumbo, sino una transformación estructural del papel de Estados Unidos tanto a nivel doméstico como global. Como advirtió recientemente Richard Haass, hemos entrado de lleno en una nueva “Era del Desorden”.
Seis meses en la Casa Blanca: avances y amenazas
Desde el 20 de enero de 2025, Trump gobierna con mano de hierro, rodeado de leales e indiferente a los contrapesos institucionales. Con un estilo de “democracia imperial” y a punta de múltiples órdenes ejecutivas y poderes de emergencia ha desmantelado regulaciones, reformado parte del Estado, amenazado a empresas críticas, y atacado a universidades, centros de pensamiento y a la ciencia en general. Pero el daño va más allá: el Departamento de Justicia viene siendo instrumentalizado como herramienta de venganza política; determinadas agencias han sido militarizadas —como la patrulla fronteriza y la agencia de control de aduanas e inmigración—; medios de comunicación y agencias independientes enfrentan presiones crecientes y un ambiente generalizado de intimidación; y debilitado la lucha contra la corrupción. Lo que está en juego ya no es solo la forma de gobernar, sino el tipo de régimen que Estados Unidos está comenzando a construir. Como bien ha advertido Martin Wolf citando a Abel Lowell, Trump está empujando a la democracia norteamericana al punto de quiebre, erosionando aceleradamente la reputación de Estados Unidos como líder democrático.
En el frente económico, Trump ha hecho añicos la ortodoxia republicana. Ha impuesto aranceles generalizados y desatado una guerra comercial que aún no está cerrada —habrá que ver que sucede a partir del 1 de agosto— con aliados históricos como México, Canadá, la Unión Europea, Japón y Corea del Sur, al tiempo que ha intensificado su confrontación con China, actualmente en fase de negociación. Paralelamente, ha impulsado un fuerte incremento del gasto público mediante su “Big, Beautiful Budget”, lo que traerá un aumento del déficit fiscal a futuro, generando crecientes dudas entre inversionistas y agencias calificadoras de riesgo. La inflación —que mantiene una tendencia al alza y se sitúa en un 2,7 % anual— ha obligado a la Reserva Federal a mantener las tasas de interés entre el 4,25 % y el 4,50 %, provocando un enfrentamiento abierto con su presidente, Jerome Powell. Irritado por la autonomía de la institución y su negativa a bajar las tasas, Trump explora fórmulas para destituirlo, a pesar de que la Corte Suprema ha establecido que solo puede hacerlo por causa debidamente justificada.
Nada de esto es improvisado. Lo que está en curso no es un solo un cambio de políticas sino una contrarrevolución institucional y cultural. Trump entiende el poder no como algo limitado por las instituciones, sino como una herramienta expansiva basado en la “teoría ejecutiva unitaria”. Y hasta ahora, su estrategia le funciona: cuenta con un Tribunal Supremo que rara vez le impone límites, y una oposición demócrata aún desorientada y frágil tras la derrota electoral.
En política exterior, Trump ha reactivado con fuerza su ofensiva contra el multilateralismo. Ha debilitado al Departamento de Estado, desmantelado la USAID, abandonado el “poder blando” que alguna vez definió la influencia global de Washington, y convertido los aranceles en un instrumento sistemático de chantaje contra aliados y socios estratégicos. Paralelamente, ha saboteado espacios clave de cooperación internacional —como el Acuerdo de París, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU y la Organización Mundial de la Salud—, erosionado alianzas históricas como la que une a Estados Unidos con la Unión Europea, y reforzado su acercamiento a autócratas como Vladimir Putin —hoy en crisis por las tensiones internas derivadas de la guerra en Ucrania— y Xi Jinping. Al mismo tiempo, ha estrechado vínculos con líderes profundamente cuestionados como Benjamín Netanyahu, acusado de crímenes de lesa humanidad y genocidio en Gaza. La doctrina “America First” ya no es solo un lema de campaña: se ha convertido en el eje rector de una diplomacia unilateral, transaccional y coercitiva, guiada exclusivamente por intereses inmediatos y relaciones de fuerza.
Está disrupción no ocurre en el vacío. Coincide con una etapa de profunda crisis global, marcada por la fragmentación del poder, la erosión del orden internacional y la pérdida de capacidad de las instituciones multilaterales para responder a los desafíos globales. Como bien señala Haass, después de la caída del Muro de Berlín, lo que vino fueron 35 años de hegemonía estadounidense, expansión de la democracia, cooperación internacional y prosperidad relativa. Ese ciclo ha concluido. Nos adentramos en un periodo más caótico, marcado por rivalidades estratégicas, inestabilidad geopolítica y ausencia de liderazgo global. El mundo multipolar emergente carece de árbitros confiables. Y, lo más preocupante, el país que solía cumplir ese rol, los EEUU, ya no está dispuesto —ni en condiciones— de asumirlo. Las guerras en Ucrania y en Gaza que Trump prometió resolver en breve tiempo, 6 meses después de su llegada al poder, siguen abiertas.
El costo de este viraje es enorme. El liderazgo moral de Estados Unidos como garante del orden liberal internacional se erosiona cada día, al igual que la confianza global en la figura de Trump como líder de referencia. El valor del dólar ha caído significativamente, y su uso estratégico como moneda de reserva y herramienta de presión geoeconómica ha incentivado a numerosos países —incluidos aliados tradicionales— a explorar alternativas frente a la hegemonía financiera estadounidense. En apenas seis meses, Estados Unidos ha pasado de ser la “nación indispensable”, como la definía Madeleine Albright, a convertirse en una nación “dispensable” e impredecible.
Una región fragmentada que aún no reacciona de manera coordinada
En América Latina, la política exterior de Trump ha sido una extensión directa de su agenda doméstica, marcada por un estilo de “matonismo internacional” que no busca aliados, sino subordinados a los que imponer sus prioridades, objetivos y caprichos. Migración, seguridad fronteriza, narcotráfico y crimen organizado han sido los ejes dominantes de su enfoque hacia la región. México ha sido el principal blanco: se le ha exigido reforzar la frontera, contener los flujos migratorios y colaborar activamente en la lucha contra el fentanilo y los cárteles, bajo la amenaza constante de aranceles punitivos. Panamá, por su parte, ha estado bajo presión debido a su rol en la ruta migratoria del Darién y a la presencia de empresas chinas en los puertos cercanos al Canal; en varias ocasiones, Trump llegó incluso a amenazar con retomar el control del canal interoceánico. Colombia fue inicialmente reprendida por su falta de cooperación en materia de repatriación migratoria, y más tarde por lo que Washington considera una postura “tolerante” frente al narcotráfico. Más recientemente, Brasil se ha sumado al grupo de países en tensión: la semana pasada, Trump amenazó con imponer aranceles del 50 % a partir del 1 de agosto como represalia ideológica por el proceso judicial contra el expresidente Jair Bolsonaro, acusado de haber instigado el intento de golpe del 8 de enero de 2023. Lula respondió con firmeza: defendió el camino del diálogo, pero advirtió que “Brasil se respeta”, calificó la amenaza como una injerencia inaceptable y concluyó con contundencia: “Trump no fue elegido para ser el emperador del mundo”. En las últimas horas, el conflicto volvió a escalar: mientras la justicia brasileña impuso nuevas restricciones a Bolsonaro para impedir una posible fuga del país, el Departamento de Estado estadounidense respondió revocando las visas de varios jueces del alto tribunal brasileño.
En paralelo, la ofensiva geopolítica de Trump en América Latina tiene como objetivo estratégico contener —y, si es posible, revertir— la creciente presencia de China en el continente. Gobiernos y empresas han sido presionados para romper vínculos con Pekín bajo amenaza de represalias comerciales y diplomáticas. La reacción ha sido desigual, dependiendo del peso relativo de la relación con Washington, del margen de maniobra de cada país y del grado de dependencia respecto de China.
Pero la política arancelaria de Trump trasciende lo económico: es un instrumento de coerción multifacético que busca imponer alineamientos en temas migratorios, de seguridad, telecomunicaciones, infraestructura estratégica o incluso posicionamientos ideológico. En contraste, con gobiernos ideológicamente afines como los de Javier Milei (Argentina), Nayib Bukele (El Salvador) y Daniel Noboa (Ecuador), la relación ha sido cordial y fluida, marcada por afinidad política y pragmatismo mutuo. Frente a las dictaduras de Venezuela, Cuba y Nicaragua, el tono ha sido duro, aunque sin una estrategia clara ni sostenida de defensa democrática.
Durante estos primeros seis meses, América Latina —atrapada en su fragmentación y polarización— no ha logrado articular una respuesta firme y coordinada frente a la renovada presión de Washington, como sí lo hizo en décadas anteriores a través del Grupo Contadora, el Grupo de Río u otras iniciativas multilaterales. Ha predominado, en cambio, una lógica de supervivencia: formular algunas críticas pero evitando llegar al enfrentamiento directo, negociar bilateralmente, ceder en lo indispensable y, en ciertos casos, obtener beneficios puntuales. Las consecuencias han sido dispares. Como era previsible, México ha concentrado la mayor presión, seguido de Panamá —clave por el Canal y su rol en las rutas migratorias—, los países de Centroamérica —por su dependencia comercial, el peso de las remesas y los flujos migratorios—, Colombia y, más recientemente, Brasil.
Como ha advertido Juan Gabriel Tokatlián, Trump ha convertido a América Latina en un “laboratorio de control”: un terreno de ensayo para su visión de política exterior, que hasta ahora se ha caracterizado más por los garrotes que por las zanahorias. No obstante, empiezan a surgir señales —aún incipientes— de una voluntad regional de mayor coordinación, diversificación comercial, construcción de nuevas alianzas y reafirmación del principio de soberanía como pilar de la política exterior. La reunión que tendrá lugar en Santiago de Chile este 21 de julio, entre Lula, Petro, Orsi, Boric y otros mandatarios incluido el presidente español Pedro Sánchez, bajo el lema “Democracia Siempre”, podría representar un primer paso en esa dirección. También será una oportunidad para comenzar a delinear respuestas a tres interrogantes clave: 1) ¿cómo evitar que la región quede atrapada en la pugna geopolítica entre Estados Unidos y China?; 2) ¿Es posible construir una posición común que combine autonomía estratégica con relaciones constructivas y equilibradas con ambos polos de poder?; y 3) ¿cómo aprovechar la próxima Cumbre de las Américas, que se celebrará en la República Dominicana a comienzos de diciembre, para impulsar una nueva relación con Estados Unidos basada en el diálogo, la cooperación y el respeto mutuo?
Lo que viene: un segundo octavo muy tenso
Quienes esperaban que Trump se moderara se equivocaron. Como el propio mandatario norteamericano señaló en una entrevista con The Atlantic, el 28 de abril, mientras en su primer presidencia tenía dos objetivos: gobernar Estados Unidos y sobrevivir, en este segundo mandato sus objetivos son: gobernar Estados Unidos y el mundo (“I run the country and the world”).
En estos primeros seis meses, Trump ha iniciado un proceso de rediseño institucional dentro de Estados Unidos y de reconfiguración del liderazgo global del país, guiado por los principios de Make America Great Again y la doctrina America First. Y, por ahora, como advierte Martin Wolf en el artículo citado, “va ganando”. Sin embargo, en las últimas semanas su avance ha comenzado a enfrentar turbulencias: el efecto expansivo del caso Epstein, el repunte de la inflación, el enfrentamiento abierto con Jerome Powell y una creciente percepción negativa de su política migratoria han empezado a debilitar su narrativa de control. Las encuestas reflejan, además, un progresivo deterioro tanto en su imagen personal como en la aprobación de su gobierno.
Por todo ello, el segundo octavo de su mandato no solo continuará siendo muy tenso sino también recio y conflictivo. Esto recién empieza. Aún faltan siete octavos de su presidencia.
El autor es director y editor de Radar LATAM 360