En el estadio Giuseppe Meazza, el reloj marcaba el minuto 93 y el Inter de Milán agonizaba. El Barcelona parecía tener asegurado su boleto a la final de la UEFA Champions League con el global 6-5.
La hinchada neroazurri, enmudecida, pero entonces, ocurrió lo impensado: el defensor Francesco Acerbi, con su pierna izquierda se anticipó a Ronald Araújo, venció al arquero Wojciech Szczęsny y desató una explosión de júbilo. Su gol envió la serie a la prórroga y, finalmente, clasificó al Inter a una final que parecía perdida.



Pero más allá del gol, la historia de Acerbi merece ser contada como una epopeya de vida. A los 37 años, cuando muchos lo daban por acabado, el defensor central italiano escribió uno de los capítulos más memorables de su carrera, coronando una trayectoria que ha sido lucha, caída y redención.
Nacido a las afueras de Milán, Acerbi no siguió el camino habitual del futbolista estrella. A los 14 años dejó el fútbol competitivo, regresando recién a los 20 a la Serie C2.
A los 23 debutó en la Serie A con Chievo Verona. En 2012, su sueño parecía concretarse al fichar por el AC Milan, el club de sus amores. Pero la muerte de su padre —quien había sufrido varios derrames cerebrales— lo sumió en una crisis personal. “Lo hice por él, no por mí”, confesó sobre su llegada al Milan.
En aquella etapa, el talento se vio eclipsado por la indisciplina. El propio Acerbi reconoció años después que entrenaba sin dormir, tras noches de fiesta y alcohol. “No tenía respeto por mí mismo ni por mi trabajo”, dijo. El Milan intentó ayudarlo, pero la deriva era evidente.
Y fue entonces cuando llegó el golpe más duro: en 2013, al llegar al Sassuolo, un chequeo médico reveló que tenía cáncer testicular. Fue operado de urgencia. Apenas unos meses después, un control antidopaje reveló alteraciones hormonales: el cáncer había regresado.
La vida de Acerbi se convirtió en una rutina surrealista: quimioterapia en las mañanas, tardes dormido, y noches en discotecas.
“No comía, no dormía. Solo pizza con atún y cebolla era lo que mi cuerpo aguantaba”, contó. La enfermedad no solo lo debilitaba físicamente, sino que lo confrontaba con sus propios errores.
Hasta que una mañana de 2015, tras un ataque de pánico, comprendió que debía cambiar. Soñó que su padre y Dios eran la misma figura y que le pedían cambiar. Desde entonces, dejó el alcohol, adoptó una vida estricta, y encontró consuelo en la espiritualidad. Comenzó a colaborar con personas discapacitadas, abrazó una rutina de hierro y regresó a su mejor nivel.
Entre 2015 y 2019 disputó 149 partidos consecutivos con Sassuolo, una hazaña de resistencia que solo una tarjeta roja interrumpió. En 2018, fichó por la Lazio y luego se unió al Inter, donde ha sido pilar defensivo y símbolo de carácter.
“Antes del cáncer, estaba perdiendo todo lo que tenía. Después, obtuve una segunda oportunidad”, dijo años atrás.
Ese remate en el Meazza, en el minuto 93, no solo fue un gol: fue el testimonio vivo de esa segunda vida.
