En el sistema educativo panameño persiste una contradicción profunda y dolorosa: mientras el currículo exige avanzar a toda velocidad por un sinfín de temas, miles de estudiantes apenas logran comprender lo más básico. ¿Estamos realmente enseñando o simplemente llenando cabezas de datos para pasar de grado?
Cada año, los docentes se enfrentan a una carrera contra el tiempo. Los planes y programas oficiales están saturados de objetivos, temas y subtemas que deben cubrirse en plazos estrictos. Esta estructura no deja espacio para el aprendizaje profundo, reflexivo o contextualizado. En lugar de formar mentes críticas, el sistema produce estudiantes entrenados para memorizar, repetir y olvidar.
El fenómeno no es nuevo, pero sus efectos se agravan con el paso del tiempo. Se crean generaciones que “aprueban” sin saber aplicar lo aprendido; jóvenes que avanzan en los niveles escolares sin comprender lo que leen o sin resolver problemas básicos. Aprobar no es sinónimo de aprender.
La evaluación también ha sido víctima del enfoque contenido-céntrico. En vez de medir habilidades, competencias o procesos de pensamiento, muchas pruebas se limitan a opciones múltiples, resúmenes o actividades repetitivas. El mensaje es claro: lo importante no es aprender, sino pasar.
Como resultado, se perpetúa una cultura educativa basada en el mínimo esfuerzo: del sistema, que exige solo cumplimiento, y del estudiante, que sobrevive académicamente sin desarrollar habilidades reales. Es una trampa que atrapa a todos, sobre todo a los más vulnerables.
Este modelo castiga con mayor dureza a quienes provienen de contextos desventajados. En comunidades rurales o marginadas —con limitaciones tecnológicas, falta de libros, mala infraestructura y escaso acceso a tutorías— exigir el cumplimiento exacto del currículo nacional es un acto de injusticia. No todos parten del mismo punto, pero se les obliga a llegar igual de lejos, al mismo tiempo y por el mismo camino.
Así, muchos estudiantes pasan de grado arrastrando enormes vacíos: sin comprensión lectora, sin pensamiento lógico y sin herramientas emocionales o sociales para enfrentar el mundo real.
Los docentes panameños no ignoran esta realidad. Muchos saben que enseñar con sentido implica crear experiencias de aprendizaje significativas y adaptar la pedagogía a las necesidades de sus estudiantes. Pero el sistema los presiona: deben cumplir cronogramas, llenar planillas y justificar cada hora lectiva.
Los maestros terminan convertidos en transmisores de contenidos más que en facilitadores del aprendizaje. No por falta de preparación, sino por un modelo que mide su eficacia según lo que “cubren” y no según lo que sus estudiantes son capaces de hacer con ese conocimiento.
Panamá necesita una reforma educativa valiente y honesta. Una que reconozca que más contenido no significa mejor educación; que priorice la comprensión, la creatividad, la resolución de problemas, el trabajo en equipo y la empatía, por encima de la memorización mecánica.
Se requiere:
Una revisión profunda del currículo, centrada en aprendizajes esenciales.
Evaluaciones que valoren procesos, no solo resultados.
Formación docente continua, enfocada en estrategias activas, inclusivas y reflexivas.
Políticas que entiendan que educar no es homogeneizar, sino diversificar para incluir.
Es momento de hacernos la pregunta incómoda, pero necesaria: ¿qué tipo de ciudadano queremos formar? Si solo enseñamos a cumplir y repetir, no podemos esperar mentes críticas ni sociedades comprometidas. Aprender no es acumular: es transformar.
Mientras no tomemos conciencia de esta trampa de los contenidos, seguiremos pasando materias… pero perdiendo generaciones.
La autora es docente y escritora.