Recientemente tuve la oportunidad de visitar un centro de salud. Sí, como lo leen: un centro de salud del Ministerio de Salud. De esos a los que acuden quienes no tienen otra alternativa ante un problema médico. No fui por estar enfermo, sino como acompañante de una ciudadana que necesitaba realizar un trámite que solo puede gestionarse en estos lugares.
Fue una experiencia tan enriquecedora como triste. Enriquecedora porque es esperanzador ver a los panameños que, a pesar de las carencias, no se rinden. A pesar de estar enfermos, guardan silencio en interminables filas desde antes de que el sol comience a calentar —o a calcinar—, con la esperanza de ser atendidos sin tener que dedicar todo el día a un trámite que, en una clínica privada, tomaría menos de una hora.
Pero también fue una experiencia desconcertante, incluso enervante. Ver las condiciones en que operan estos centros genera indignación: instalaciones deterioradas, paredes agrietadas, aires acondicionados que exhalan su último soplo de frescura, baños sin papel higiénico y un personal médico y administrativo que, a pesar de todo, intenta comportarse con empatía frente a la imposibilidad de ofrecer un servicio digno.
¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Dónde está el dinero? ¿Será que todo se va en las millonarias planillas de los diputados, quienes parecen necesitar cientos de colaboradores en cargos sin funciones claras ni rendición de cuentas? No debemos olvidar que elegimos a un diputado, no a una empresa paralela de contrataciones para cada uno de ellos. ¿O será que esos diputados carecen de la preparación necesaria y, por eso, requieren cientos de asesores para, si acaso, impulsar una sola ley en toda su ejecutoria? Cada ley creada mediante ese mecanismo le cuesta demasiado caro al país.
No parece que estemos administrando bien el Estado cuando vemos a funcionarios circular en autos de lujo, con choferes incluidos, sobre calles tapizadas de huecos, mientras en un centro de salud los documentos aún se redactan en máquinas de escribir.
Durante demasiado tiempo se ha apostado a la indiferencia del ciudadano atolondrado, ese que no reacciona ni aunque quede flotando en medio de una calle inundada por los ciclónicos aguaceros que azotan a Panamá. Pero los tiempos cambian, y los actores también. Los jóvenes son otros, y no debemos llamarnos a engaño. Hoy ya hay quienes dicen, sin temor: “No acudiré al llamado del presidente”, porque las viejas tácticas de encerronas con cúpulas para negociar a puerta cerrada ya no funcionan.
Esto abre una ventana de esperanza: que un mañana mejor es posible. No en los términos que dictan quienes hoy están en decadencia, sino en los que impondrán las nuevas generaciones. Un mañana donde hacer fila a las 4 de la mañana para recibir atención médica no sea la norma, sino el recuerdo de un sistema que tuvimos el coraje de transformar.
El autor es escritor y máster en administración industrial.