Actualmente vivimos en un mundo donde el poder de los discursos políticos frecuentemente eclipsa la solidez de los hechos. La indignación se convierte en herramienta, la exageración en estrategia, y las frases impactantes reemplazan a los datos.
Para el ciudadano común, esto representa un verdadero peligro: puede terminar creyendo versiones distorsionadas de la realidad, basadas en errores lógicos conocidos como falacias argumentativas.
Una de las más comunes es la generalización apresurada, que ocurre cuando se toma un solo caso —como un conflicto entre un gobierno y un sindicato— y se extrapola para afirmar que todo el sistema está colapsando. En lugar de analizar el hecho en su contexto, se utiliza como excusa para declarar el fin del Estado de derecho, sin pruebas ni una visión completa.
Luego está el falso dilema, una falacia que solo presenta dos opciones extremas: o hay una democracia perfecta, o estamos en una dictadura. Esta lógica simplista ignora los matices y las vías institucionales disponibles para resolver desacuerdos. La vida pública rara vez se reduce a blanco o negro.
Otra técnica manipuladora es la apelación emocional. En lugar de presentar argumentos, se recurre al dramatismo, al lenguaje alarmante y a la victimización. Aunque las emociones forman parte del ámbito político, no pueden ser el único fundamento de una argumentación sólida. La indignación sin evidencia solo aviva pasiones, no construye soluciones.
También se abusa de la afirmación sin evidencia, cuando se hacen declaraciones absolutas como “todo está destruido” o “este es el peor sistema posible”, sin datos, cifras ni comparaciones técnicas que respalden tales afirmaciones. Lo que no se demuestra, no puede exigirse como verdad.
Otro error frecuente es citar opiniones de terceros no identificados: “los expertos lo saben”, “los académicos están sorprendidos”. Esta apelación a la autoridad carece de validez si no se especifica quién habla, desde qué perspectiva y con qué base.
Finalmente, se recurre al ad populum, que consiste en afirmar que algo es cierto simplemente porque muchas personas lo creen o lo repiten. Sin embargo, el hecho de que una idea sea popular no la convierte en verdadera. La historia está llena de errores colectivos.
El desafío, entonces, es doble: exigir mayor responsabilidad a quienes comunican y fomentar el pensamiento crítico en quienes reciben el mensaje. Porque no basta con escuchar; hay que entender, comparar y razonar. En un entorno saturado de discursos manipuladores, pensar de manera lógica se convierte en un acto de defensa democrática.
El autor es MBA, DirCom e ingeniero.