Constituyente

El orden de las ideas pasa a ejercer esa suprema función inspirada en los elevados y auténticos intereses y valores sociales de la nación panameña, como siempre de forma respetuosa, y en esta ocasión más que nunca, acogiendo las opiniones políticas, filosóficas y jurídicas de todos los ciudadanos, incluso de aquellos que, con vehemencia desbordante —pero con pleno derecho a actuar libremente en el quehacer diario de la vida social y política de una democracia—, disienten de su decisión jurisdiccional. Porque, en definitiva, lo único relevante en las actuales circunstancias coyunturales e históricas es el fiel respeto a la voluntad popular.

Un ordenamiento institucional destinado a fundamentar y estructurar el Estado como expresión jurídica de la nación no es producto de actos espontáneos o deseos aislados, sino consecuencia de la acumulación de factores reales, históricos, políticos y económicos, impulsados por fuerzas políticas de presión —partidos, grupos o sectores populares— que actúan en la sociedad organizada, tanto social como políticamente.

Si hay una ciencia del Derecho que no puede abstraerse de esa realidad impregnada de factores reales y fuerzas políticas que determinan el acontecer diario e histórico de la sociedad, es precisamente el Derecho Público, sin dejar de lado el rigor jurídico. De allí que una Constitución sea, entre otras cosas, una síntesis de las ideas y principios históricos, sociales, políticos y económicos que conforman y condicionan la sociedad, plasmados en un ordenamiento jurídico que rige o pretende regir un país.

Las constituciones, cuando resultan ineficaces para regir la vida social de una nación porque se convierten en un obstáculo para su desarrollo, aspiraciones y propósitos, deben ser reformadas o sustituidas por una nueva. En palabras del insigne maestro del Derecho Constitucional panameño, Dr. José Dolores Moscote:

“Cuando un país ha llegado a la convicción de que las normas establecidas en su estatuto fundamental no son ya adecuadas para continuar rigiendo su vida social, ello no debe tomarse como un hecho indiferente cuyas causas y consecuencias fuera ocioso escudriñar.” (Moscote, Orientaciones hacia la Reforma Constitucional, pág. 7)

Por muy rígida que sea la naturaleza de una Constitución, difícilmente puede escapar a esa necesidad social y política de reforma o sustitución. La historia del Derecho Constitucional ofrece ejemplos de constituciones presentadas como modelos de rigidez que, sin embargo, no han podido mantenerse inmodificables, lo cual sería inconcebible en un ordenamiento destinado a regir la vida de una nación en constante transformación.

El problema complejo que enfrenta el Derecho Constitucional moderno —y particularmente el de cada país— son los procedimientos para reformar o sustituir las constituciones. Entre esos sistemas, vale mencionar los denominados procedimientos populares, como el referéndum, el plebiscito, la revocatoria popular y, por qué no, las asambleas constituyentes.

Estos procedimientos se basan doctrinalmente en el presupuesto de que el valor político dominante es el pueblo, es decir, la fuente originaria del poder. Son democráticos porque permiten que la voluntad popular se exprese de manera directa o representativa en decisiones de especial trascendencia constitucional.

Tal es el caso del referéndum, que permite someter a decisión del pueblo un asunto constitucional o legal para que, por mayoría, se ratifique o no, y que —según el resultado expresado— adquiera fuerza de norma jurídica de obligatorio cumplimiento.

Otros procedimientos responden al orden constitucional preexistente y pueden ser jurídicos o de hecho. Los primeros están dispuestos en la propia Constitución, que establece mecanismos ordinarios para su reforma, usualmente mediante legislaturas. Los segundos —procedimientos de hecho— prescinden del método previsto en la Constitución, como ocurre en las revoluciones.

Sean cuales fueren los procedimientos adoptados, lo cierto es que las divisiones doctrinales con criterios absolutos muchas veces resultan confusas o se entremezclan en la realidad sociopolítica de cada país. En cada contexto nacional, las reformas constitucionales o la creación de nuevas constituciones han seguido distintos caminos, conforme a sus condiciones históricas, políticas, sociales y económicas.

El Derecho Constitucional de Panamá no ha sido la excepción a esta tendencia de reformas sucesivas o reemplazos totales. Ese continuo ensayo de sistemas ha sido producto de una acumulación de experiencias históricas, políticas, sociales y económicas, reflejadas en la constante búsqueda de un ordenamiento jurídico adecuado a las necesidades del país.

Una síntesis retrospectiva del desarrollo constitucional panameño basta para demostrar que, desde el primer estatuto de 1904 hasta la Constitución vigente de 1972, las fuentes originarias de esos textos no siempre se correspondieron con los procedimientos jurídicos previstos en constituciones anteriores.

Basta recordar:

  • La Constitución de 1904 fue eliminada mediante el Decreto No. 141 del 26 de noviembre de 1940.

  • La de 1941, mediante el Decreto No. 3 del 29 de diciembre de 1944.

  • Y la de 1946, mediante el Decreto de Gabinete No. 214 del 11 de octubre de 1971.

Estos actos políticos fueron adoptados prescindiendo de mecanismos constitucionales formales, pero recurriendo al pueblo como fuente originaria del poder público, mediante procedimientos democráticos ajustados a la realidad nacional.

El Dr. José Dolores Moscote, quien desde 1929 impulsó el movimiento reformista constitucional panameño como fórmula para “insuflar en sus normas algo de las ideas y aspiraciones que bullen en la mente de la mayoría del pueblo”, expresó:

“A nuestro juicio, la reforma de un estatuto constitucional no se hace porque alguien, persona o colectividad, la quiera por acto espontáneo o inmotivado.La experiencia social cotidiana, formada por las observaciones acerca del modo como funciona el gobierno, acerca de las dificultades que se oponen al juego libre, sin trabas, de las relaciones entre gobernantes y gobernados, y acerca de los obstáculos que entorpecen el desarrollo progresivo del bienestar común, es, indudablemente, la primera y más vigorosa de las fuerzas que impulsan todo movimiento que implique cambio en las instituciones fundamentales. Puede haber, y seguramente las hay, otras fuerzas concurrentes, pero sin desconocerlas, aquella experiencia, transformada en incoercible convicción popular, es la que más debe contribuir a dar expresión definida al anhelo reformista”.

El autor es abogado.


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