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De lo malo, lo peor

De todas las barbaridades que están ocurriendo en Estados Unidos desde el 20 de enero, fecha en que tomó posesión el gobierno dirigido por un narcisista patológico que sólo piensa en hacer negocios para él y su familia —sin tomar en cuenta en lo más mínimo las consecuencias que esto pueda tener—, lo peor de todo es el ataque frontal que han montado contra todas las estructuras gubernamentales encargadas de la ciencia, el conocimiento y la investigación.

En los ciento y pico días que lleva en la Casa Blanca, no solamente ha nombrado en posiciones sumamente técnicas a personas que evidentemente no cuentan con la capacidad para cumplir con las funciones que sus cargos exigen, sino que también ha retirado financiamiento a programas muy importantes para el bienestar de la población. ¿Pero qué demonios le importa a él y a su equipo de sociópatas lo que le pase a la población, comparado con poder cumplir sus caprichos y vendettas?

Instituciones encargadas de registrar, archivar y poner a disposición del público la información referente a programas federales de salud pública están siendo desmanteladas sin ningún reparo. Curiosamente, al desaparecer estas estructuras, se hará mucho más difícil dar seguimiento a las nefastas consecuencias de todo lo que están haciendo.

Pero no es solamente la salud pública. Los directores de instituciones como la Biblioteca del Congreso y los Archivos Nacionales han sido despedidos, a pesar de llevar muchos años en sus cargos, independientemente de si el gobierno estaba en manos de demócratas o republicanos. Las consecuencias que podría traer, a nivel de registro histórico, la pérdida de información o material que normalmente se resguarda en dichas instituciones podrían ser simplemente irrecuperables.

La cruzada de Trump para hacer de Estados Unidos un país de ignorantes no termina en lo federal. La guerra abierta que ha declarado contra las universidades más prestigiosas del país deja mucho que pensar. Por la razón que sea —se dice que porque no aceptaron a su hijo— ha enfilado sus cañones contra la Universidad de Harvard, probablemente la más prestigiosa del mundo. Acusándola absurdamente de ser una institución antisemita, no solo le retira los fondos federales para investigación, sino que también le bloquea la posibilidad de seguir reclutando estudiantes e investigadores extranjeros, que constituyen un porcentaje muy importante de quienes estudian todo tipo de carreras, tanto de ciencias como de humanidades. Lo que no toma en cuenta Donald Trump es que el bolsillo de Harvard es muy profundo y no va a poder doblegarla por el lado económico. Y puede estar seguro de que, cuando él deje de ser presidente, Harvard seguirá siendo Harvard. Además, si hay un lugar en el mundo con buenos abogados para enfrentar judicialmente las aberraciones de esta banda de ignorantes, es justamente la escuela de derecho de la universidad que ha convertido en blanco de sus arrebatos.

Pero no es solamente Harvard la que ha padecido la ira de Trump y los trumpistas “magamaniáticos”. A Cornell le han congelado más de 1,000 millones de dólares; a Princeton, 210 millones; a Northwestern, 800 millones; y a Johns Hopkins, otros tantos. Eso repercute directamente en proyectos de investigación en temas tan variados como calidad alimentaria, control de enfermedades infecciosas, metodología educativa y enfermedades consideradas raras.

Con la excusa de terminar con los programas de inclusión, igualdad y diversidad, estos animales han considerado inútiles muchas investigaciones dirigidas a mujeres y a afrodescendientes, entre otros. No hay que ser un premio Nobel para entender que las mujeres y los hombres tienen marcadas diferencias fisiológicas, mediadas en buena parte por la genética y las hormonas, y que la única forma de entender cómo deben tratarse las enfermedades requiere que se hagan estudios donde se incluya, por diseño, una proporción de mujeres similar a la de la población general. Del mismo modo, patologías como la hipertensión arterial y la diabetes se comportan de forma diferente en poblaciones caucásicas, afrodescendientes u orientales, lo cual obliga también a incluir estos grupos particulares en el diseño de los estudios. No es un capricho del movimiento woke, sino una necesidad para tomar decisiones correctas a la hora de resolver problemas. Porque deben tener claro que prohibir el estudio de un problema no elimina el problema.

Cuando uno se pone a pensar en las medidas que ha tomado esta gente, es difícil concluir que son producto solamente de la ignorancia. En esto hay maldad pura y dura. La suspensión de los programas de ayuda internacional de Estados Unidos ha generado una seria crisis en la vacunación en países subdesarrollados, poniendo a muchos niños en riesgo de contraer enfermedades cuyo control dependía en buena parte de los fondos aportados para esos programas. La Alianza de Vacunación (Gavi), una asociación público-privada que ayuda a vacunar a más o menos la mitad de los niños del mundo, contaba con el compromiso de Estados Unidos de aportar 1,600 millones de dólares entre 2026 y 2030. Esto representa alrededor del 15% de sus fondos para ese periodo. Sin ese dinero, la incidencia de enfermedades contagiosas se disparará en países subdesarrollados y en vías de desarrollo. A mí me sigue pareciendo que tomar medidas de este tipo denota un nivel de maldad verdaderamente despreciable.

Como bien menciona Adam Serwer en un reciente artículo de la revista The Atlantic, “el ataque integral de la administración Trump contra la cultura, la historia y la ciencia no se veía de manera tan estructurada desde la época en que los inquisidores de la Edad Media perseguían a Galileo por cuestionar la teoría geocéntrica. Da la impresión de que esta gente considera que la búsqueda de la verdad a través del método científico pone en peligro su control del pensamiento de la población”.

Después de casi cinco meses de gobierno MAGA, el nivel de incertidumbre es cada vez mayor. La economía, la ciencia, la cultura, la historia, la innovación, la literatura, la salud pública y quién sabe cuántas cosas más se encuentran amenazadas ante las medidas irracionales que propone esta gente. Quién sabe cuál sea el desenlace, pero el asunto no pinta nada optimista.

El autor es cardiólogo.


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