Ya fuera Heráclito, Nietzsche, el Eclesiastés o en el mejor de los cuentos de Borges, la idea se repite una y otra vez: no hay nada nuevo bajo el sol; la historia se repite en espiral. Y frente a lo “nuevo” de la coyuntura nacional, resalta la vieja imagen de que lo nuevo ya fue y solo regresa, otra vez.
El Príncipe —ese tratado escrito al servicio de la Cancillería florentina, concebido para ganar el favor de los nuevos amos de la ciudad y no para circular entre el vulgo— es un texto que respira violencia retórica: latinismos abruptos, sentencias afiladas, adjetivación descarnada. Maquiavelo construye un manual de poder donde la moral es un lastre y la efectividad, la única brújula. Paradójicamente, esa crudeza lo convirtió en un clásico, admirado por los humanistas del siglo XVI que buscaban en Tácito o Plinio el Joven ese estilo lapidario que desnuda los mecanismos del dominio, para luego ser maldecido y denostado en los siglos posteriores, especialmente por una clase política que lo siguió usando aunque renegara de él.
El Príncipe no es solo un libro; es un espejo oscuro que refleja la naturaleza del poder: despiadado, pragmático y siempre dispuesto a sacrificar la ética en el altar de la estabilidad propia —porque en la retórica se asume que el poder es propio, y el único fin es mantenerlo. La pregunta que surge ante tal disyuntiva: ¿es el príncipe moderno amo o sirviente del pueblo?
Maquiavelo, irónicamente, era un republicano y nacionalista convencido. Creía en la necesidad de que fueran las fuerzas propias —no mercenarias, ni sometidas a intereses extranjeros, por más estrellas que iluminaran su camino o barras que agredieran a los contrarios— las que garantizaran la soberanía. “Las armas mercenarias son inútiles y peligrosas”, advierte en el capítulo XII, pensando en las convulsas ciudades-estado italianas, donde el comercio y la oligarquía estrangulaban la autonomía popular. Hoy, ese mismo principio resuena en nuestro suelo, donde los gobiernos —elegidos por el pueblo— terminan secuestrados por élites económicas que operan como los condottieri del Renacimiento: leales solo a quien pague más por sus servicios.
El manual maquiavélico sigue vigente. “Las injurias deben hacerse todas juntas, para que su sabor amargo dure menos; los beneficios, poco a poco, para que se saboreen mejor” (capítulo VIII). “Haré lo que tenga que hacer”. Desde el práctico “No soy monedita de oro para caerle bien a todo el mundo” hasta “Un príncipe no debe preocuparse por la reputación de cruel si con ello mantiene unidos y obedientes a sus súbditos” (capítulo XVII).
Estrategia clásica de cualquier régimen que busca consolidarse en el poder: golpes rápidos a la disidencia, migajas de bienestar dosificadas. O aquella máxima del capítulo IX: “Un príncipe prudente debe buscar el apoyo de los más fuertes”. Este es un gobierno de empresarios. ¿Suena familiar? Gobiernos que, en lugar de responder al ciudadano, se alían con poderes fácticos —empresarios, medios, jueces— para perpetuarse. Y cuando la protesta surge, recurren al otro consejo del florentino: “Es más seguro ser temido que amado” (capítulo XIX). Gas lacrimógeno, perdigones, balas, gas pimienta, escudos, uniformes, equipo y demás vehículos; criminalización del descontento. El Estado, que debería ser garante de derechos, muta en aparato de control. El Leviatán se levanta ahora omnipresente.
En la mayoría de los casos, la muerte de la política se da cuando la clase gobernante devora a la democracia. Pero hay algo más grave: el poder ya no es solo un príncipe; es una hidra. Los gobiernos contemporáneos —como el que hoy navega y a veces parece naufragar en las aguas turbulentas de dos mares— han dejado de ser entidades diferenciadas para fusionarse en una clase política uniforme. Ejecutivo, Legislativo, Judicial, oposición nominal: todos comparten el mismo ADN, la misma desconexión, el mismo lenguaje vacío. No hay debate ideológico, solo una simulación, donde las facciones se turnan el poder sin alterar el statu quo. Como escribió Carlos Iván Zúñiga Guardia: “El panameño tiene el derecho a vivir como un ser civilizado que superó los instrumentos de la barbarie o de la violencia y que encontró en el diálogo la resurrección de la paz”. Ante esta idea, surge una interrogante: ¿cómo lograrlo cuando la propia democracia se ha vaciado de contenido?
El silencio cómplice de las élites políticas no es un accidente; es síntoma de un sistema agotado. La democracia exige conflicto —de razones, ideas y proyectos—, pero cuando todos los actores se pliegan al mismo discurso, el pueblo queda huérfano. No hay voces, solo ecos. El “pensamiento único” no es exclusivo de dictaduras; también florece en regímenes formalmente libres, donde la partidocracia y los intereses económicos han secuestrado la voluntad popular.
La interpelación es: ¿quién teme al pueblo soberano? Maquiavelo, el mismo que justificaba la crueldad del príncipe, también creía en la virtù ciudadana. Sabía que, sin pueblo, no hay Estado que perdure. Hoy, sin embargo, asistimos a una paradoja perversa: gobiernos que aplican las lecciones del florentino para mantenerse en el poder, pero olvidan que su legitimidad debería emanar de aquellos a quienes someten.
El mayor de todos los peligros no es la inversión que huye, ni siquiera la amenaza externa; es la despolitización de una sociedad a la que le han robado hasta la capacidad de imaginar alternativas, en un largo proceso de manipulación y destrucción de voluntades y pensamiento. Cuando la democracia se reduce a un ritual vacío —urnas sin opciones reales, debates simulados, peleas de palabras y no de ideas, acciones sin consecuencias—, el poder ya no reside en el pueblo, sino en una oligarquía que ha aprendido demasiado bien las lecciones de El Príncipe. Y como advirtió Maquiavelo: “El que ayuda a otro a hacerse poderoso, labra su propia ruina”.
La idea sigue en el aire: ¿quién ayudó a este sistema a hacerse tan fuerte? Y, sobre todo, ¿cómo recuperar lo que nunca debió perderse?
El autor es biólogo.