“Los latinoamericanos no estamos satisfechos con lo que somos, pero a la vez no hemos podido ponernos de acuerdo sobre qué somos ni sobre lo que queremos ser.”
Al considerar las causas del atraso latinoamericano, abundan las afirmaciones y contradicciones sobre las influencias políticas, los actores económicos, los reflejos culturales y los entes extranjeros que, según muchos, con su “mano invisible”, perpetúan nuestro subdesarrollo. Sin embargo, el periodista Carlos Rangel plantea en su obra Del buen salvaje al buen revolucionario una tesis sobre el origen de las narrativas en torno a dicho atraso, y cómo los mitos heredados y reforzados por el intelectualismo nacionalista distorsionan la percepción pública respecto a las verdaderas deficiencias que obstaculizan la construcción de mejores sociedades.
La obra de Rangel surge como una crítica a la idea rousseauniana del estado de naturaleza, que aplicada al contexto americano sugiere que los pueblos indígenas vivían en armonía antes de la llegada de los europeos. Según esa hipótesis, los seres humanos estaban guiados por sus impulsos naturales y un sentido innato de compasión. No obstante, esta visión presenta graves problemas: idealiza y homogeneiza a los pueblos originarios, negando su diversidad, agencia histórica y capacidad de conflicto; e ignora las complejas estructuras políticas y jerárquicas preexistentes en muchas de esas sociedades.
Una representación distorsionada de la realidad indígena anterior a 1492 puede derivar en una forma moderna de paternalismo, que lejos de ayudarnos a comprender el pasado y afrontar el presente, nos divide y obstaculiza soluciones reales. En esa línea, Rangel sostiene que toda visión victimista —originada desde el resentimiento— parte del supuesto de que todo mal proviene del “exterior”, mientras que lo “interno” es naturalmente puro y virtuoso. Tales ideas convierten el resentimiento en virtud política, donde el pobre o marginado tiene siempre la razón, sin matices ni crítica.
Si bien es necesario mitigar toda injusticia de manera estructural y humanista, no se debe reemplazar un problema por otro aún más profundo. Rangel advierte sobre la figura del revolucionario como un mito legitimado moralmente, que muchas veces no considera los métodos ni las consecuencias de sus actos. Numerosos dictadores han alcanzado el poder invocando discursos de lucha de clases o antiimperialismo, pero sus políticas, en la práctica, han sido más emocionales que racionales. América Latina ha sido terreno fértil tanto para autoritarismos de izquierda como de derecha, al servicio de intereses externos o locales, pero igualmente ajenos al bienestar ciudadano.
El intelectualismo nacionalista
La forma de pensar en América Latina no ha cambiado sustancialmente en las últimas décadas. Persistimos en buscar culpables, no como ejercicio de reflexión histórica, sino por influencia de académicos e intelectuales que promueven visiones nacionalistas y antioccidentales sin suficiente responsabilidad crítica.
No se trata de prohibir ideas —eso contradeciría la libertad de expresión—, sino de señalar que omitir narrativas matizadas o sostener verdades a medias solo alimenta el malestar social generado por la corrupción y la ineficiencia estatal. Este malestar, a su vez, sirve como combustible para políticas populistas impulsadas por líderes totalitarios o con intereses ocultos.
Muchos de estos actores políticos intentan definir la identidad latinoamericana bajo dos ejes convenientes: uno, en oposición a Estados Unidos y a Occidente; y otro, según el cual todo lo que ocurre en la región es consecuencia directa de decisiones impuestas desde el Norte global. Bajo esta lógica, cualquier crítica a esas potencias resulta impresentable, y se pierde la posibilidad de una autocrítica efectiva. Rangel argumenta que este rechazo no es estratégico, sino emocional, y que solo reconociendo la agencia histórica de nuestras sociedades —sin idealizarlas ni demonizarlas— podremos avanzar.
El verdadero cambio en la región vendrá de asumir responsabilidades individuales y colectivas. La narrativa del resentimiento idealiza la pobreza, criminaliza el éxito y polariza a la sociedad, debilitando el consenso nacional e institucional. Frente a este panorama, Rangel propone abandonar el mito del buen revolucionario —ese mesías político prometido para Latinoamérica— y sustituirlo por valores universales como el Estado de derecho, las libertades individuales y una economía libre al servicio del desarrollo humano.
El autor es internacionalista.