En su informe a la Honorable Asamblea Legislativa, entre el 1 de marzo de 1991 y el 29 de febrero de 1992, en la página 119, publicaría el entonces ministro de Relaciones Exteriores, Julio E. Linares, lo siguiente: “Por increíble que parezca, ante la supuesta ‘manifiesta incapacidad del panameño’, hace pocos meses un joven empresario me insistía en la necesidad de que las bases militares estadounidenses continuaran en Panamá más allá del año 2000, aunque no se nos pagara ni un centavo. Ya que nosotros, según él, debíamos darnos por satisfechos con los empleos y con el beneficio económico que su sola permanencia producen. Los que así piensan han perdido de vista que una nación que necesita permanentemente de la tutela extranjera está destinada a desaparecer. Por lo tanto, tiene que aprender a caminar con sus propios pies”.
Sobre otro artículo que publicara en la Revista Jurídica Panameña 19 años antes, en agosto de 1973, señalaría Linares: “Y es que, cuando las grandes potencias consideran que sus intereses esenciales se encuentran en peligro, justifican todos sus actos, por abominables que sean, con un supuesto ‘derecho de necesidad’. Son duras, pero muy duras, con los que osen poner en peligro tales intereses, por más que estos actúen en ejercicio legítimo de un derecho y les hayan constantemente demostrado, a través de su historia, lealtad y desprendimiento. Los Estados Unidos de América ya han dado buenas pruebas a Panamá de la dureza de que son capaces, tanto en el terreno diplomático como en el militar. En el terreno diplomático las habían venido dando, a puerta cerrada, desde el instante mismo en que nos impusieron el Tratado Hay–Bunau Varilla. En las sesiones del Consejo de Seguridad celebradas en esta ciudad, Panamá obligó a darlas ante el mundo entero. En el terreno militar, el 3 de noviembre de 1959 y el 9 de enero de 1964, principalmente, hablan por sí solos”.
Julio E. Linares, de alguna manera, en un lapso de casi 20 años, criticaba el sentir de aquellos panameños acostumbrados a vivir bajo la sombra de Estados Unidos. Advertía sobre el desprecio y la mala fe que caracterizaban a esta potencia al utilizar como argumento su fuerza geopolítica.
Igualmente, publicaría Linares el 12 de abril de 1978 en el diario La Estrella de Panamá, en un artículo sobre la Reserva DeConcini, lo siguiente: “Asimismo, puede dar lugar a abusos incalificables, ya que las expresiones ‘or its operations are interfered with’ y ‘or restore the operations of the canal, as the case may be’ son sumamente amplias y extremadamente vagas.No cabe duda de que la reserva DeConcini hace el Tratado concerniente a la neutralidad permanente y al funcionamiento del Canal de Panamá peor que regresivo. Pues confiere a los Estados Unidos de América potestades que ni siquiera les reconoce el ominoso Tratado Hay–Bunau Varilla ni les reconocía tampoco el Tratado Mallarino–Bidlack, suscrito con la Nueva Granada en 1846″.
Y en la página 55 de la primera edición que publica en 1983 sobre el Tratado de Neutralidad (De un colonialismo rooseveltiano a un neocolonialismo senatorial), expresaría: “Las interpretaciones acomodadas hechas por los Estados Unidos de América a los instrumentos internacionales que regulaban la materia constituyeron manifiestas violaciones al texto y al espíritu de esos mismos instrumentos”.
Su mensaje era muy claro: que cuando negociemos acuerdos con los Estados Unidos, no se nos ocurra dejar ninguna puerta abierta o trillo despejado, y por ende sujetos a interpretación. Porque, de darse el caso, siempre prevalecerá el criterio del más fuerte.
Estas palabras del excanciller Julio E. Linares demuestran que ese supuesto complejo de inferioridad del panameño, al que se ha hecho referencia desde la Presidencia de la República, no tenía que ver solamente con la aparente realidad de que, cuando firmábamos convenios con Estados Unidos, los interpretábamos en contra del interés nacional.
Ese complejo de inferioridad, por una parte, emergía y emerge todavía de algunos istmeños que pretendían —y hoy pretenden— sumisamente vivir bajo la permanente tutela estadounidense. Y por la otra, más que un complejo, los panameños no ejercíamos la cautela necesaria para impedir que el coloso del norte tomara la delantera e iniciativa en la redacción de instrumentos internacionales que nos comprometían. Esto, al ser interpretados a su provecho y beneficio, y a tono con su fortaleza militar, económica y geopolítica.
El tiempo, los hechos y las circunstancias serán testigos de que la firma del presente Memorando de Entendimiento (MoU), obtenida bajo coacción y amenaza, fue efectivamente para congraciarnos con un supuesto aliado estratégico, simplemente para que no nos hiciera daño (porque beneficio tangible no obtenemos). Socio que, con sus actos —al debilitar el concepto de neutralización de la franja canalera al maldecir a terceros Estados desde nuestro propio territorio, entre otras cosas—, más que un adepto se comporta como un enemigo.
Sin contar la inestabilidad interna que le han creado a un presidente panameño, que ellos, además, vociferan falazmente, ser seguidor del propio Trump y su dañina visión expansionista.
El autor es abogado.