El juicio contra Alejandro Gil Fernández, exministro de Economía y Planificación y exviceprimer ministro de Cuba, ha encendido el debate sobre la transparencia judicial y las garantías constitucionales en la isla. Gil, uno de los funcionarios más cercanos al presidente Miguel Díaz-Canel, enfrenta cargos que incluyen espionaje, malversación, falsificación de documentos, evasión fiscal, tráfico de influencias y lavado de activos, según confirmaron fuentes oficiales y medios internacionales.
El proceso, que se celebrará a puertas cerradas, ha sido justificado por las autoridades bajo el argumento de la “seguridad del Estado”. Sin embargo, analistas, juristas y observadores internacionales advierten que un juicio sin acceso público podría vulnerar los principios básicos del debido proceso y convertir el caso en un precedente de opacidad y riesgo político.
Alejandro Gil fue destituido de su cargo en febrero de 2024, tras ser acusado de cometer “graves errores” en su gestión económica. Pocas semanas después, el Gobierno confirmó que estaba siendo investigado por corrupción. Su caída marcó un punto de inflexión dentro del gabinete cubano, ya golpeado por una de las peores crisis económicas de las últimas décadas.
Con el paso de los meses, las acusaciones contra Gil se ampliaron hasta incluir el cargo más grave del Código Penal cubano: espionaje, delito que puede acarrear penas de cadena perpetua o incluso la pena de muerte. Según Reuters, la Fiscalía solicita más de 30 años de prisión, mientras que otros funcionarios implicados enfrentan condenas menores.
El anuncio de que el proceso será “a puertas cerradas” ha generado gran preocupación entre expertos legales. La Constitución de Cuba, en su artículo 48, garantiza el derecho al debido proceso y la publicidad de los juicios, salvo en casos excepcionales que comprometan la seguridad del Estado o la moral pública. Sin embargo, diversos observadores sostienen que la aplicación de esta excepción en el caso de Gil carece de justificación clara.
“El principio de publicidad judicial no es solo un derecho del acusado, sino una garantía para toda la sociedad. Permite controlar el poder y evitar arbitrariedades”, señaló un abogado consultado por medios independientes. “En Cuba, los juicios por motivos políticos suelen cerrarse para impedir el escrutinio público”.
La falta de acceso de la prensa independiente y la ausencia de observadores internacionales podrían convertir el proceso en una herramienta política, más que en un ejercicio de justicia. Diversos analistas consideran que el caso podría servir al Gobierno para enviar un mensaje de disciplina interna en un momento de creciente descontento social y deterioro económico.
Aunque la Constitución cubana permite juicios cerrados por razones de seguridad nacional, el uso reiterado de esa figura —especialmente en casos de corrupción de alto nivel— despierta dudas sobre la independencia judicial y la separación de poderes.
“Cuando se trata de un exministro tan cercano al poder, el secreto procesal deja de proteger la justicia y empieza a proteger al sistema”, comentó un politólogo radicado en Madrid. “Gil fue durante años la cara de las reformas económicas, y su caída abrupta puede implicar luchas internas dentro del Gobierno”.
Para el exministro, un juicio cerrado implica riesgos personales y jurídicos. En un proceso sin supervisión externa, las garantías de defensa —como el acceso pleno a pruebas, la presencia de testigos o la revisión independiente de la sentencia— pueden verse reducidas. Además, el peso de los cargos y el clima político actual podrían predisponer a una condena ejemplarizante.
El caso de Alejandro Gil Fernández no ocurre en el vacío. La historia de los regímenes comunistas está llena de procesos judiciales ejemplarizantes, diseñados no para impartir justicia, sino para consolidar el poder político, eliminar rivales y proyectar obediencia.
Durante el régimen de Iosif Stalin, la Unión Soviética celebró los llamados Juicios de Moscú (1936–1938). Los acusados, antiguos líderes revolucionarios o miembros del Partido Comunista, eran obligados a confesar delitos de espionaje, traición y sabotaje que nunca habían cometido. El propósito no era comprobar la verdad judicial, sino reforzar el control absoluto del líder y mostrar la “pureza” del partido.
El caso de Gil —el cargo de espionaje y la celebración de juicios sin acceso público— recuerda directamente esas prácticas estalinistas. En ambos contextos se castiga no solo la supuesta traición, sino la deslealtad política o el fracaso dentro del sistema.
Aun así, el proceso ha despertado un interés inusual entre los cubanos dentro y fuera del país, muchos de los cuales lo perciben como un reflejo del malestar interno dentro de la élite del poder y de la fragilidad institucional ante las tensiones económicas y políticas actuales.
El juicio cerrado contra el exministro Alejandro Gil Fernández no solo revela la debilidad del sistema judicial cubano, sino también la complicidad silenciosa de los gobiernos latinoamericanos ante las violaciones de derechos fundamentales en Cuba.
Durante más de seis décadas, La Habana ha proyectado en América Latina la imagen de una nación heroica, víctima del bloqueo y símbolo de resistencia. Ese relato, heredado de la Guerra Fría, todavía condiciona la política exterior de muchos gobiernos.
El silencio regional no solo perjudica a los cubanos: envía un mensaje peligroso a toda la región. Cuando se tolera la opacidad judicial en un país, se legitima la posibilidad de que otros sigan el mismo camino. Los juicios cerrados, la censura mediática y la concentración del poder se normalizan.
Cuando la arbitrariedad se normaliza, la democracia muere en silencio. Criticar a La Habana sigue siendo, para algunos sectores, equivalente a “traicionar la causa revolucionaria” o alinearse con el discurso de Estados Unidos. Por eso, incluso ante un proceso judicial opaco, la mayoría de los gobiernos prefiere mirar hacia otro lado antes que cuestionar al régimen.
Los gobiernos latinoamericanos suelen escudarse en la doctrina de no intervención, nacida para evitar invasiones extranjeras, pero hoy convertida en excusa para la indiferencia moral. No intervenir no debería significar no denunciar. Guardar silencio ante un juicio sin garantías ni transparencia es aceptar que los derechos humanos son negociables.
La incoherencia también pesa. Muchos países son rápidos para condenar abusos en gobiernos de derecha, pero callan cuando el autoritarismo proviene de un régimen de izquierda. Esa doble vara debilita cualquier discurso democrático. La defensa de los derechos humanos no puede depender del color político del violador.
El juicio contra Alejandro Gil Fernández no es solo un proceso penal: es un espejo del poder cubano en crisis. Si se mantiene cerrado, marcará otro capítulo en la historia reciente del país donde la justicia, una vez más, se ejerce en la sombra.
La autora es poeta y narradora.


