Antes de analizar el discurso de rendición de cuentas del señor presidente Mulino, quiero aclarar que mi voto no fue para él, para que no quede la menor duda de que estoy parcializado en mi exposición. Sin duda, su decisión de no participar en los debates y su carácter —propio de su personalidad, no solo durante la última elección sino también como figura pública, particularmente en su actuación como ministro de Seguridad— no me convencieron para considerarlo el presidente de todos los panameños.
Es indudable que cualquiera que hubiese ganado las elecciones pasadas heredaría un país en ruinas, con una economía al borde del colapso, producto de un gasto excesivo en el sector público, sin que este se viera reflejado en grandes obras terminadas ni en una mejora del empleo. La tasa de desempleo de la población económicamente activa ronda el 11%, sin contar que desde hace lustros existe una alta informalidad: personas que no cotizan a la seguridad social, que al momento de asumir el nuevo gobierno rondaba el 48%.
Sean cuales fueran las excusas —la pandemia de la covid-19 o una mala administración de los recursos del Estado— lo cierto es que el candidato que resultara electo tendría que abordar la reforma de la Ley 51, cuyo programa de beneficios de pensiones definido estaba en bancarrota: no había dinero para pagarle a los actuales jubilados. El gobierno hizo lo que debía hacerse: reformar la ley. No es una ley perfecta, pero es mejor que su predecesora y ha sido discutida hasta la saciedad. Esto no implica que, debido a las presiones de algunos grupos sociales, no pueda modificarse, previo a un diálogo sin pasiones, por el bien del país.
Que la reforma ha evitado que Panamá pierda su grado de inversión, según el Bank of America, es una realidad. Según los indicadores, el crecimiento del PIB de Panamá se estima en 4%, una tasa razonable que no agrava la inflación. Se han impulsado proyectos atrasados como el cuarto puente, y se han continuado otros en marcha, como la tercera línea del metro, cuyo túnel no estaba contemplado en su concepción inicial. Este rediseño ha generado denuncias de un supuesto sobrecosto que ha obligado a la actual administración a realizar una contención del gasto público, limitando la inversión estatal y afectando la generación de empleos desde el sector público.
Lo que queda es atraer inversión privada y generar empleos con sueldos competitivos. Pero esto no se logrará sin una estabilización del convulsionado clima político actual.
Habrá que darle un voto de confianza a este gobierno, por el bien del país, para que desarrolle sus proyectos y políticas económicas, incluido el megaproyecto del tren Panamá–frontera con Costa Rica, y para que los procesos irregulares denunciados en administraciones pasadas sean investigados con independencia por la justicia, y los responsables, si son hallados culpables, reciban todo el peso de la ley.
Si intereses mezquinos hacen fracasar al gobierno, el daño no recaerá solo en los miembros del partido gobernante ni en sus funcionarios, sino en todo el país. Se necesita un diálogo franco, dejando de lado los intereses particulares y pensando en el bienestar de las futuras generaciones.
Los temas de participación ciudadana, transparencia, acceso a la información, igualdad de oportunidades, educación y salud pública de calidad, así como una mejor distribución del ingreso, son hoy más relevantes que nunca. Deben ser los pilares de un buen gobierno. El gobierno ha escogido la ruta correcta, aunque su forma de comunicación no ha sido la mejor, en una sociedad cada vez más insatisfecha, incrédula, desconfiada y con actores cegados por el egoísmo, que no comprenden que lo más importante en estos momentos es sacar al país adelante.
El autor es diputado por libre postulación del circuito 13-1 (Arraiján).