Siempre se repite la misma crónica, con su idéntica biografía: no pensar más que en uno mismo. Aún nos falta aprender a darnos y a entregarnos sin esperar nada a cambio. Basta con observar a los gobiernos del mundo, colmados de intereses mundanos, que han convertido la gobernanza en un enjambre de perversión dominadora.
Ciertamente, actuamos como irresponsables al servicio exclusivo del poder. Sólo de palabra defendemos a los vulnerables y marginados. Si realmente trabajáramos por el bien común, no existirían desigualdades tan brutales entre la inmensa riqueza concentrada en unos pocos y la multitud de necesitados que pueblan el mundo. Por desgracia, anteponemos el éxito personal y los beneficios propios al bienestar colectivo.
Si escarbamos en nuestra historia, veremos que solo el egocentrismo y el rencor tienen patria. La fraternidad, en cambio, no conoce fronteras. Practicar el corazón no es lo nuestro. Olvidamos que todos necesitamos de todos para vivir, y que el mejor liderazgo es aquel que enseña a servir, no a servirse de los demás.
Tal vez sea momento de salir de ese amor propio miope y destructivo, y abrazar un amor libre y generoso que nos reconduzca hacia una actitud dispuesta y armonizadora. Convertir la política en una poética de latidos verdaderos, donde la clemencia sea ley fundamental, es un anhelo urgente. Ojalá dejáramos de alimentar el deseo desmedido de placer y ambición, y optáramos por entregarnos plenamente.
Caer en la resignación es una torpeza. Es absurdo que un pueblo deposite sus esperanzas en horizontes inmorales que erosionan su identidad natural, su dignidad y sus libertades fundamentales. La vida personal es única y valiosa, aunque, aislados, nos extinguimos. Son las relaciones humanas las que nos fortalecen.
Ahora que se habla de una diplomacia inclusiva, también debemos dejar de ignorar a quienes viven descartados, marginados por nuestra pasividad. Crear entornos hostiles que desalientan la participación ciudadana y el libre pensamiento es una de las grandes miserias actuales. Está claro que la avaricia ha llegado a devorar incluso nuestros vínculos más íntimos.
Merecemos ser escuchados para poder dialogar. No hace falta un gobierno perfecto, sino uno que respete a sus rivales y sepa integrarlos. Debemos salir de esta lógica dominadora que solo perpetúa la calamidad y el abandono. Hoy, más que nunca, se necesitan ciudadanos fieles a sus responsabilidades cívicas, capaces de decir no a un dinero que corrompe en lugar de sustentar.
Me quedo con la estética de la solidaridad desinteresada, que implica repensar la economía y las finanzas desde una ética centrada en el ser humano. Por tanto, debemos rechazar los estilos de vida materialistas, excluyentes y aprovechados, que han pavimentado una globalización deshumanizada.
Casi sin darnos cuenta, nos volvemos indiferentes ante el dolor ajeno. Ya no compartimos lágrimas ni mostramos apoyo ante el sufrimiento de los demás. Sin embargo, necesitamos reencontrarnos y estar coaligados. Qué tristeza dan las autoridades que no predican con el ejemplo y que, con sus decisiones maliciosas, fragmentan en lugar de unir.
Urge construir un orden social más justo y cercano, lo que implica ejemplaridad en nuestras acciones, para reducir el cáncer social de la corrupción, profundamente arraigado en gobiernos, empresas e instituciones de muchos países. La debilidad humana ha existido siempre, pero debemos aprender de las caídas y renacer, antes de que la codicia nos encadene para siempre a lo perverso.
El autor es escritor.