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El espejismo del libre comercio mundial (I)

A inicios del siglo XVIII, el comercio mundial estaba frenado por el mercantilismo: una gama de políticas impuestas por los Estados para proteger sus propios sectores económicos frente a la competencia de las importaciones en sus mercados locales. A partir de la llamada Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra, surge la primera democracia moderna. La clase burguesa, nacida del comercio de bienes y servicios, impulsa la invención de tecnologías innovadoras, dando origen a la Revolución Industrial y convirtiendo la limitada manufactura artesanal en una producción industrial en masa.

Para mantener un crecimiento sostenible, luego de acaparar el mercado nacional, las empresas debían expandirse hacia mercados internacionales. Así se inicia un movimiento liderado por intereses económicos y políticos que fue liberando el comercio mundial de sus ataduras proteccionistas.

Como sustento intelectual de esta nueva realidad, emergieron teorías económicas que justificaban el libre comercio, tanto dentro de cada país como entre las naciones. Sus máximos exponentes, Adam Smith y David Ricardo, instaron a los países a abandonar sus políticas mercantilistas. Armados con el concepto de ventaja comparativa, demostraron que tanto el capital como el trabajo se beneficiarían si cada nación se especializaba en los sectores productivos donde gozaba de una superioridad relativa. Esta mayor eficiencia generaría ventajas competitivas, facilitando el acceso a más mercados y aumentando las perspectivas de ganancias. A su vez, abrir los mercados locales a la importación de bienes extranjeros beneficiaría a los consumidores, al ofrecerles productos más baratos y de mejor calidad.

Durante el siglo XIX, los avances tecnológicos en distintas industrias y en el comercio mundial propiciaron la apertura de mercados no solo a las exportaciones de Inglaterra, sino también de países como Alemania, Francia y Estados Unidos, que comenzaban a industrializarse.

Sin embargo, el libre comercio —que exige que cada país elimine todas sus barreras proteccionistas, arancelarias o de cualquier otro tipo— no ha sido más que una aspiración utópica. Cada vez que una industria nacional ha sido desplazada por la competencia foránea, ya sea en el mercado internacional o en el propio país, resurgen los llamados al proteccionismo. Desde inicios del siglo pasado, muchos países industrializados comenzaron a retomar políticas proteccionistas, generando tensiones internacionales como las que desembocaron en la Primera Guerra Mundial en 1914 y en la Gran Depresión de la década de 1930, periodos marcados por el surgimiento de “guerras comerciales” multilaterales.

Tras la Segunda Guerra Mundial, y luego de años de negociaciones, se firmó el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés), que debía regir el comercio mundial entre los países industrializados y aquellos en vías de desarrollo, con la intención de retornar a los preceptos clásicos del libre mercado. En 1995, en Ginebra, se fundó la Organización Mundial del Comercio (OMC), institución supranacional donde los países ventilan sus conflictos comerciales bajo el marco legal del GATT y de la propia OMC.

Con el objetivo de que los países en vías de desarrollo o emergentes no compitieran en desventaja con las naciones más industrializadas, se les permitió acogerse a una serie de excepciones a las reglas aplicables a los países desarrollados. Algunas de estas excepciones incluyen: la no reciprocidad arancelaria (trato preferencial en aranceles y cuotas de importación en los países destino), un mayor margen de subsidios a sus industrias, la aplicación de la regla de minimis —que evita sanciones por prácticas proteccionistas—, y la no implementación del principio de “nación más favorecida”. Este último obliga a los países desarrollados a ofrecer a todos los miembros de la OMC las mismas condiciones arancelarias que a su socio comercial más favorecido.

Hasta aquí, todo parece razonable. El problema surge cuando, para efectos de la OMC, China sigue siendo considerada un país emergente, categoría que mantiene desde su ingreso a la organización en 2001. Esto le permite seguir beneficiándose de todas las ventajas mencionadas, lo que ha generado creciente insatisfacción entre los países desarrollados, que consideran esta situación una práctica desleal. Es evidente que, desde hace años, China es una potencia industrial consolidada y la segunda economía más grande del mundo.

El autor es abogado.


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