El Estado a través de Max Weber

“El Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un territorio determinado, reclama para sí el monopolio legítimo de la violencia”. Esta es una de las muchas afirmaciones que el sociólogo alemán Max Weber propuso sobre la naturaleza del Estado. No obstante, esta frase resulta esencial para entender mejor qué es el Estado y cómo el crecimiento descontrolado del mismo constituye una amenaza para las libertades de los ciudadanos.

De acuerdo con Weber, el Estado es la única maquinaria que puede usar la fuerza física de forma legal, ya sea a través de la policía o de algún otro estamento de seguridad. Además, dicha violencia es aceptada implícitamente como válida desde la perspectiva del gobierno, que administra al Estado dentro de ciertos límites geográficos. Para ser más precisos, el agrandamiento del Estado no representa otra cosa que la posibilidad de incrementar dicho monopolio de fuerza física, asumido como legal por la ciudadanía.

Para Max Weber, la política no debe definirse en virtud de su propósito, sino únicamente por sus medios. Esto implica que definir la política por su organización contribuye a obtener una ciencia no normativa, que facilita la comprensión de los órdenes sociales en los cuales opera. El medio específico de la política es el poder, y del poder político emerge la capacidad del Estado de ejercer violencia física. Es esta característica la que, según Weber, distingue a la política de la economía y de otras esferas de las relaciones sociales.

Por otro lado, el Estado no solo se sostiene sobre la fuerza (o violencia), sino que también requiere de legitimidad. Este factor es indispensable para su existencia, ya que solo mediante la aceptación ciudadana de que el Estado tiene derecho a gobernar, dicho aparato de poder político puede ejercer su autoridad. Según Weber, esta autoridad legítima puede basarse en las costumbres, en el carisma de un líder o caudillo, o en la legalidad, es decir, en leyes y procedimientos democráticos.

Aunque Weber sostenía que el Estado moderno se caracteriza por una burocracia racional y eficiente, la realidad es que el poder político, en manos equivocadas, resulta nocivo para la ciudadanía. La expansión del Estado representa una limitación al florecimiento de los derechos y libertades de las personas, porque —seamos claros— el Estado no somos todos. Y cuanto más grande es, más dilatados se vuelven los procesos gubernamentales de cualquier índole.

De hecho, existe un malentendido generalizado sobre lo que el Estado representa. Por ejemplo, al hablar de los dineros del Estado o de las inversiones en educación, salud o infraestructura, suele mencionarse que provienen del Estado mismo, desestimando el hecho de que, sin los contribuyentes, dichos fondos no existirían. Sin ellos, el gobierno estaría incapacitado para cumplir con sus responsabilidades básicas.

Sí, en el camino pueden surgir desacuerdos en torno al debate sobre las libertades individuales; sin embargo, no se puede permitir al Estado inflar los gastos públicos ni la deuda, y mucho menos despojar de ingresos importantes —cobrados en forma de impuestos sobre la renta— a una clase trabajadora que ya se ve afectada por los altos costos de vida. Esto se agrava aún más cuando el enorme tamaño del aparato estatal se traduce en un despilfarro de recursos debido al clientelismo, el nepotismo, las planillas infladas y la corrupción.

La reducción del Estado no implica garantizar menos derechos ni fomentar la desigualdad. Por el contrario, existen métodos y sistemas más eficientes para asignar recursos: un libre mercado, sin corporativismo salvaje ni una oligarquía plebeya que concentre privilegios bajo el disfraz de representatividad.

Tomando como referencia antiguos discursos de Ronald Reagan, expresidente de Estados Unidos, una constitución no debe ser más que un documento en el que los ciudadanos le indican al Estado lo que tiene permitido hacer. Al Estado —entendido como el gobierno administrador de la cosa pública— no debe permitírsele, bajo ninguna circunstancia, reescribir arbitrariamente una nueva constitución. La única vía factible es a través de la elección de nuevas y más capaces figuras políticas que puedan asumir tal tarea. Y para lograr ese objetivo, podemos comenzar por leer a Max Weber.

El autor ers internacionalista.


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