Desde que la doctrina liberal fue sustituida por la doctrina keynesiana, que permitía al político satisfacer todos sus deseos, los Estados no han dejado de crecer, atribuirse funciones y expandir su intervención, dando paso a los llamados Estados de bienestar.
Lamentablemente, estos Estados de bienestar están enfrentando la realidad de que esos deseos han tenido un alto costo para sus ciudadanos: la pérdida de las libertades individuales en nombre del bien común y la restricción de la propiedad privada en nombre de la justicia social. Solo han provocado la ruptura del orden social. Han creado un Estado que promete seguridad, pero cuyo precio ha sido la sumisión al monopolio de la fuerza.
Pero ¿cómo evitar que los Estados de bienestar terminen llevándonos —por el camino de las buenas intenciones— al mismo inframundo? La respuesta quizás esté en el ordoliberalismo.
Esta corriente liberal, basada en el principio de la acción humana, comprendió que la realidad de Europa tras la Segunda Guerra Mundial podía ser muy traumática si se seguía aplicando la doctrina liberal clásica. Wilhelm Röpke, Ludwig Erhard y Walter Eucken entendieron que el liberalismo se había concentrado demasiado en el orden económico, dejando de lado otros órdenes fundamentales para el equilibrio social. Así, el ordoliberalismo propuso armonizar el orden legal, el religioso, el científico y el del propio Estado.
Cada uno de estos órdenes está interrelacionado y, por tanto, cada uno debe mantenerse dentro de sus límites y funciones para no afectar a los demás. Esa fue la base del llamado milagro alemán, liderado por Röpke y Erhard: un Estado ordoliberal que asumiera roles esenciales, pero que evitara el exceso de intervencionismo que distorsiona el orden económico y el legal.
Erhard enfrentó una de las luchas más difíciles de la posguerra: permitir que el libre mercado prevaleciera a pesar de los grupos de presión que exigían proteccionismo e incentivos especiales. Al mismo tiempo, amplió ciertos roles del Estado para garantizar bienestar social, ofreciendo servicios públicos y apoyando la reconstrucción de la infraestructura destruida por la guerra.
Panamá, para salir del camino turbulento por el que transita, donde las ideas colectivistas del Estado de bienestar ganan terreno y donde el discurso de la justicia social y el bien común está otorgando al Estado poderes que violan la propiedad y la libertad individuales, puede migrar hacia un Estado ordoliberal.
Esto implicaría mantener los órdenes en equilibrio. Si bien el orden económico del país es el menos afectado, queda un trabajo profundo en el orden del Estado, que debe ser limitado y definido en sus funciones para reducir la discrecionalidad y el poder. También en el orden legal, debilitado por los grupos de presión que han capturado el Estado para su beneficio.
Solo así podríamos sentar las bases de un bienestar sostenible, con igualdad ante la ley, reglas del juego claras y un Estado que no distorsione el orden legal ni el económico.
Nadie dice que esa transición será fácil, pero tampoco es imposible. A pesar de mantener un rol social mediante servicios públicos y ayudas, el actual nivel de dependencia estatal —económica y social— exige un proceso de sinceramiento. Si seguimos como vamos, solo tocaremos fondo, como algunos vecinos que fueron vencidos por el colectivismo y sus falsas ideas románticas de un mundo igualitario.
El autor es miembro de la Fundación Libertad.

