La génesis del Estado, garantía del orden público, yace en la naturaleza misma del ser humano. Más allá de la impresionante evolución cognitiva y tecnológica de nuestra especie, seguimos siendo animales. La mayoría actúa para satisfacer sus necesidades y deseos, sin considerar los perjuicios que sus actuaciones puedan ocasionar a otras personas o a sus pertenencias.
Con el transcurso del tiempo, el animal humano comprendió que trabajar en grupo era la mejor estrategia para protegerse de peligrosos depredadores, construir infraestructuras y obtener mayores presas. Alcanzar estos fines en común exigía unas condiciones mínimas de convivencia. Debido a que por naturaleza las personas carecen de virtudes éticas, había que establecer un sistema donde todos los miembros se obligaran al cumplimiento de un código de conducta –con sus respectivas sanciones por incumplir alguna de sus normas– para fomentar la estabilidad social. La moralidad individual y colectiva, en otras palabras, va formándose con la vida en sociedad y a través de las normas, las costumbres y la educación.
Es así como, desde la antigüedad, las personas asumen la necesidad de no solo renunciar a ciertas libertades personales y egoístas, sino también de obedecer a las autoridades que aplican y hacen respetar las leyes, para lo cual el Estado debe tener el monopolio legítimo de la fuerza. Como secuencia lógica de esto, los individuos también quedan sujetos a instituciones llamadas a impartir la justicia de forma imparcial sobre los presuntos incumplimientos de las leyes, y a dirimir los conflictos entre partes privadas o entre los ciudadanos y el poder público.
En resumen, pasamos de un estado de anarquía, donde se imponía la voluntad del más fuerte, a un sistema donde existen condiciones de igualdad entre las personas y se protegen sus vidas, libertades y el fruto de sus esfuerzos. Tenemos conciencia de que solo cuando existe el Estado de derecho y el orden público que este provee, así como la protección de los derechos fundamentales y los acuerdos contractuales, pueden generarse las condiciones socioeconómicas que incentivan a sus habitantes a trabajar, ahorrar, consumir e invertir: motores necesarios para una economía sana que otorgue acceso a oportunidades de desarrollo y a una buena calidad de vida.
La paradoja es que el Estado, como entidad generadora de normas de convivencia y de autoridades con poder coactivo para hacerlas cumplir e implementar, está conformado por seres humanos que a su vez también son presa de sus deseos y ambiciones. De no contar con una fibra ética de fuertes convicciones, se sirven de los mecanismos del poder público para satisfacer sus pretensiones personales en detrimento de la población a la que deben servir.
Para impedir o disminuir las posibilidades de que los funcionarios transgredan su deber supremo de servir al pueblo, es imperativa la existencia de instituciones robustas, con los mecanismos legales para una efectiva rendición de cuentas de los gobernantes, y una eficaz estructura de pesos y contrapesos entre los órganos del Estado. Además, los derechos y libertades individuales deben estar consagrados en la Constitución Política de cada país, garantizando las herramientas necesarias para su protección, tales como el debido proceso, el hábeas corpus, la presunción de inocencia y el derecho a contar con la representación de un abogado.
En el engranaje del Estado de derecho, es primordial el rol que juega el sistema judicial por ser el encargado de velar por la debida aplicación de las leyes y la protección de los derechos ciudadanos. Debe decidir los casos en estricto apego al derecho; esto significa que, aun cuando los políticos, medios de comunicación y opinión pública deban estar vigilantes, no deben interferir en la evolución de los procesos, cuyos fallos deben apoyarse en estricto apego a la ley y no estar a merced de presiones externas. El sistema judicial debe resolver de forma imparcial, independiente y diligente aquellos casos donde se transgredan derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos, aquellos donde existe colisión de derechos y libertades entre distintos actores de la sociedad y también cuando entren en conflicto derechos individuales y actuaciones gubernamentales.
Tengamos, entonces, muy presente la dicotomía en la composición intrínseca del Estado: este debe cuidarnos, pero también debemos cuidarnos de él. Es preciso entender que, para lograr un sistema político eficiente y generador de bienestar social, es necesario un equilibrio apropiado entre el poder protector y el poder opresivo del Estado.
El autor es abogado.