Hay algo profundamente poderoso en la figura de un docente. No solo por lo que enseña, sino por lo que despierta. Un maestro puede abrir caminos que los estudiantes jamás imaginaron. Pero también —aunque duela decirlo— puede cerrar puertas que nunca se vuelven a abrir.
Todos recordamos a ese maestro que nos inspiró, que creyó en nosotros incluso cuando dudábamos de nuestras propias capacidades. Pero también, muchos arrastran el recuerdo de aquel docente que, con una sola frase, apagó la chispa de la curiosidad, instaló la duda o sembró el miedo.
En las aulas panameñas, como en muchas otras partes del mundo, el poder emocional del docente sigue siendo subestimado. No por maldad, sino por desconocimiento. El sistema forma a los educadores en contenidos y planificación, pero rara vez los prepara para la gestión emocional, para entender cómo sus propias frustraciones pueden colarse, sin querer, en la relación con los estudiantes.
Las emociones del docente no son neutras. Un maestro que llega cargado, presionado o desmotivado puede, sin notarlo, dejar cicatrices en la autoestima de un estudiante. A veces con un gesto. Otras, con palabras:– “Tú nunca vas a entender esto”– “Tu hermano era mejor que tú”– “Mejor ni lo intentes”– “Tú no sirves para esto”
Frases como esas pueden parecer inofensivas en el momento, pero tienen un efecto devastador. Paralizan, etiquetan, y lo peor: muchos estudiantes terminan creyéndolas. Se rinden antes de intentar. Se convencen de que no son suficientes.
El impacto va más allá del aula. Afecta la forma en que ese niño o niña se relaciona con el conocimiento, con los demás y consigo mismo. Trunca sueños. Sabotea futuros.
Y lo más triste es que muchas veces ocurre sin intención directa. Porque ese maestro también es humano, también carga mochilas pesadas, también necesita apoyo emocional. Pero eso no puede ser excusa para olvidar la enorme responsabilidad que conlleva enseñar.
Educar no es solo impartir conocimientos. Es modelar humanidad. Por eso, cada palabra que pronunciamos como docentes importa. Cada gesto puede marcar la diferencia entre una mente que se abre y otra que se cierra.
Urge una formación docente que incluya la dimensión emocional, que enseñe a los maestros a reconocer sus límites, a pedir ayuda, a sanar, para no herir. Urge un sistema que cuide a quienes cuidan, que comprenda que la pedagogía sin empatía es solo transmisión vacía.
Porque sí, un maestro puede ser el primer gran impulsor en la vida de un estudiante. Pero también, si no cuida su impacto, puede ser quien le robe la confianza de creer en sí mismo.
Y eso, ni el mejor contenido del mundo podrá revertirlo.
La autora es docente y escritora.