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El precio de vivir en la civilización del espectáculo

Mario Vargas Llosa no escribió La civilización del espectáculo para entretener. Lo escribió como una advertencia. Un diagnóstico lúcido y, a ratos, doloroso, sobre una sociedad que ha convertido la cultura en entretenimiento, la política en farándula, y la verdad en espectáculo.

En su ensayo retrata con precisión quirúrgica el estado de cosas: vivimos tiempos en los que lo superficial triunfa sobre lo profundo, lo inmediato sobre lo reflexivo, y la imagen sobre el contenido.

Se trata de una transformación profunda, en la que el entretenimiento ha colonizado todos los espacios de la vida pública y privada. El espectáculo ha vaciado de sustancia al periodismo, ha infantilizado el debate público y ha convertido la política en una competencia de popularidad. Vargas Llosa lo expresa con claridad: asistimos al ocaso de una cultura donde todo vale si entretiene.

Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, citados en el libro, ya lo habían anticipado en La cultura-mundo: vivimos rodeados de una cultura globalizada y desorientada que combina lo pop con el marketing, el arte contemporáneo con la publicidad, y que ha hecho de la pantalla y del like su máxima expresión. La democratización tecnológica ha permitido el acceso, sí, pero también ha diluido los filtros de calidad, dejando a las audiencias a merced del ruido y la banalidad.

No es casual, entonces, que las decisiones más importantes de nuestras sociedades —desde quién gobierna hasta qué crisis nos moviliza se estén tomando en función de la narrativa más viral, no necesariamente la más veraz. Lo advirtió también Umberto Eco: hemos pasado de una era de la razón a una era de la imagen, donde lo que no se ve, no existe, y lo que se muestra no siempre es cierto.

Lo más preocupante no es que estas dinámicas existan, sino que las hayamos aceptado como normales. Que nos hayamos resignado a vivir en un espectáculo continuo, sin pausas para la reflexión ni espacios para el disenso inteligente. Que hayamos confundido el acceso a la información con el conocimiento, y la opinión con la verdad.

El problema no son los personajes que surgen de este ecosistema, sino la sociedad que los produce, los premia y los convierte en referentes. La verdadera amenaza es la pérdida de densidad cultural e intelectual en nuestras democracias, la ausencia de pensamiento crítico, y el desprecio cada vez más evidente por la complejidad.

En este terreno fértil crece también la llamada era de la posverdad, en la que los hechos objetivos pesan menos que las emociones, y la verdad se vuelve relativa si no coincide con nuestras creencias o intereses.

La civilización del espectáculo no solo produce entretenimiento: produce ficciones que se venden como realidades. Es una era en la cual la opinión emocional de un influencer popular pesa más que la de un científico o un técnico especializado y eso tiene consecuencias devastadoras para la política, la economía, la justicia y la vida democrática.

El autor es fundador de Semiotik.


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