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El urbanismo es político

Quien crea que el urbanismo y sus especialidades son un ejercicio meramente técnico y científico, ajeno a la subjetividad, a los dilemas morales y al drama humano, seguramente carece de experiencia o, si la tiene, la ha ejercido encerrado en el mundo de lo teórico, buscando que la realidad se amolde a un ideal platónico.

El urbanismo es, quizás, uno de los campos profesionales más políticos que existen, sencillamente porque toma decisiones que afectan la convivencia en sociedad.

Es político porque incide sobre el patrimonio personal y familiar, porque puede favorecer a un grupo en detrimento de otros, porque tiene un impacto ambiental significativo y porque puede alterar rutinas profundamente o forzar la convivencia con quien se busca evitar.

El urbanismo es, esencialmente, un servicio público. Aunque puede ejercerse desde el ámbito privado, debe necesariamente vincularse con el sector público para tener impacto real, tanto en lo material como en lo simbólico. De lo contrario, es apenas un ejercicio académico o una postura moral.

Y esta última es la tentación más común en materia urbanística: convertir gustos e intereses personales en verdades absolutas, en categorías morales.

Aquí conviene hacer una distinción clara entre quienes actúan deliberadamente en contra del interés público y de las normas, y quienes simplemente no ejecutan sus acciones conforme a nuestras preferencias, ideologías o estéticas urbanísticas. Sobre todo, hay que distinguir a quienes deben equilibrar intereses diversos —a veces contrapuestos— e incorporar puntos de vista incómodos por razones que van más allá de lo técnico.

Esto es lo que hace que nuestras ciudades tengan personalidad propia: una personalidad tan compleja como la de sus ciudadanos, y por tanto reflejo de su humanidad, con sus virtudes y miserias.

Por eso el urbanismo exige entereza y valentía de parte de los técnicos, las autoridades y los representantes de los distintos actores urbanos (residentes, empresarios, transeúntes, trabajadores, políticos, etc.). Requiere capacidad para confrontar y ser confrontado, para tomar decisiones estratégicas y asumir sus consecuencias. Al fin y al cabo, debemos aceptar con humildad que no somos dioses, que estamos al servicio de los demás y que no nos representamos únicamente a nosotros mismos en el ejercicio de esta labor.

Esto dista mucho de los postulados morales o de la mal llamada estrategia de imagen pública, que muchas veces encubren convicciones dogmáticas o esconden la cobardía de enfrentar decisiones difíciles —propias o ajenas—, tomadas en privado o en mesas de conciliación, pero que son necesarias y cuyos frutos solo veremos con el tiempo.

Ante esta descripción del trabajo esencialmente político del urbanista y de las autoridades urbanísticas, es claro que no se trata de una labor para cualquiera. Requiere nervios de acero, toneladas de paciencia y una piel gruesa, capaz de resistir ataques personales y amenazas a la integridad física, familiar o económica. Pero, sobre todo, requiere humildad y fe para entender que nada de lo que haga un urbanista será perfecto, aunque siempre será perfectible. De no ser así, sería un ejercicio estéril, mecánico y francamente aburrido. Todo lo que quede pendiente del deber ser representa una nueva labor y un reto que abordar para materializar.

Tal vez compartamos estas penas con muchas otras profesiones. Tal vez no seamos únicos en nuestros retos. Pero, al menos, esto confirma que somos parte integral de la experiencia humana.

El autor es subdirector de Planificación Urbana de la Alcaldía de Panamá.


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