Lo que ocurre en Bocas del Toro no es solo una crisis social y económica. Es también una prueba para nuestra democracia: ¿somos capaces de escuchar sin reprimir, de disentir sin destruir, de exigir sin dividir?
No pretendo tener la solución al conflicto. Todo lo contrario, creo que en este preciso momento nadie la tiene. Lo que sí tengo claro es que, después de semanas de operativos, bloqueos y tensión creciente, el problema no ha mejorado: ha empeorado. Algo no está funcionando, y es urgente que el gobierno desarrolle una estrategia alterna.
Guardar silencio frente a esto no ayuda; al contrario, contribuye a la confusión y la desconfianza. En estos días duros, muchos hemos levantado la voz. No porque deseemos desestabilizar, sino precisamente porque queremos que esto funcione. Porque nos importa el país. Porque no queremos que los errores se agranden con el silencio. Por eso lo digo con firmeza: criticar no es desestabilizar. Criticar es participar. Es advertir cuando el rumbo parece equivocado. Es recordarle al poder que no se gobierna solo con palabras, sino con acciones y liderazgo.
Y esto es especialmente urgente hoy, porque el país está profundamente polarizado. Si no hay liderazgo real, esa polarización solo va a crecer. Criticar al gobierno no te convierte en un “zurdo” radical, así como apoyar ciertas acciones del gobierno no te hace un vendido o un cómplice. Cada bando puede tener algo de razón. Lo que necesitamos es sentido común, empatía y un liderazgo que una, no que divida.
Parte de ese liderazgo es la presencia. Es imposible liderar una crisis de esta magnitud únicamente desde el Palacio de las Garzas. Gobernar también es ensuciarse los zapatos, mirar a la gente a los ojos, caminar entre ellos. El presidente debe ponerse las botas e ir a Bocas del Toro. No como un gesto simbólico, sino como ejercicio esencial del poder que representa y para el cual fue electo.
Ahora bien, así como se exige responsabilidad al gobierno, también se espera mesura de quienes protestan. El reclamo social es legítimo, pero no puede ser excusa para cerrar calles indefinidamente, agredir violentamente o vandalizar propiedad ajena. Protestar no es sinónimo de impunidad. Defender un derecho no da licencia para atropellar a otros. El equilibrio importa.
La democracia no solo se defiende desde el poder; también se cuida desde la ciudadanía. Y esa corresponsabilidad es clave: si el gobierno debe actuar con humildad, transparencia y compromiso, quienes protestan también deben asumir su parte. No vamos a salir adelante si cada quien insiste en su trinchera.
Todos queremos que al gobierno le vaya bien. Y eso empieza por decirle lo que otros prefieren callar, por exigir que escuche, por pedirle que mire más allá de sus círculos. La autoridad no debe temer a la crítica; debe aprender de ella. En una democracia madura, disentir no es traicionar: es cuidar. Corregir no es debilitar: es construir. La crítica jamás debe ser el fin del camino; siempre debe ser el punto de partida para hacer las cosas mejor.
El momento exige algo más que posiciones rígidas o señalamientos denigrantes. Exige madurez, voluntad de escuchar y coraje para rectificar. Panamá no necesita más trincheras, necesita puentes. Y esos puentes solo pueden construirse cuando se lidera con presencia y se disiente con respeto. Pero también cuando se entiende la gravedad del momento. Esta crisis no es menor: revela una fractura que, si no se aborda con altura y responsabilidad, puede convertirse en una grieta estructural.
De eso se trata la democracia: de construir futuro en plural. De entender que no se trata de ganar discusiones, sino de encontrar soluciones. Gobernar, protestar y opinar deben partir de un mismo punto en común: el deseo de que al país le vaya mejor.
El autor es abogado y miembro de la Coalición Vamos.