Según la interpretación de los “n” mundos de la mecánica cuántica, he querido imaginar un panorama gubernamental levemente distinto al que sugiere la división de los poderes. En 1748, Francia tenía un aproximado de 20 millones de habitantes, cuatro veces más que Panamá casi tres siglos después. ¿Acaso necesitamos tanta “estructura” para dirigir a este pequeño país que, para colmo, funciona como la finca privada de cuatro familias adineradas? Pensemos, por ejemplo: ¿realmente necesitamos a los diputados? En la práctica, aparte del discurso y el histrionismo, ¿cuál ha sido su efectividad? ¿Hacer leyes para que no se cumplan? Porque en nuestro país, las leyes y la institucionalidad, más que favorecer a los ciudadanos honestos, protegen a los corruptos. Entonces, ¿cuál sería el sentido de mantenerla como está ahora?
En ese otro Panamá, de un mundo no tan lejano al actual, los candidatos de los partidos políticos e independientes se someten a pruebas de inteligencia, aptitud, actitud, personalidad, salud mental, consumo de sustancias, análisis del historial profesional y personal, revisión del historial social y económico, declaración de cuentas, etc. Los resultados obtenidos en estas evaluaciones se publican en todos los medios de comunicación. Un consejo independiente y apolítico, con representatividad de cada estrato social (incluyendo empresarios, profesionales, gremios y académicos), evalúa los resultados de estos exámenes y aprueba cada postulación. Siguiendo esa dinámica, “el otro Panamá” redujo considerablemente la oferta electoral. Sin embargo, en las administraciones siguientes, el desempeño del gobierno mejoró drásticamente. Huelga decir que, dado el éxito obtenido, la medida se amplió al resto de los funcionarios gubernamentales (electos o no) y la mejora institucional se replicó en cascada.
En el Panamá del “mundo cuántico”, los diputados no existen, jamás existieron. De hecho, en esa dimensión, un mundo democrático mucho más científico y desarrollado (con humanos viviendo en la Luna y Marte, inclusive) abolió el poder legislativo poco después de la proclama de Montesquieu, al considerarlo una fragmentación en eco, romántica, corruptible y poco efectiva de la otrora concentración del poder monárquico. En ese Panamá, el gobernador (o “segundo presidente”) es elegido democráticamente y asume las funciones de los alcaldes, que tampoco existen. Tiene a su mando un consejo gubernamental, constituido por un funcionario de carrera asignado a cada provincia y comarca, quienes están en contacto con el pueblo y promulgan todas las leyes penales, civiles y laborales del país. Por otro lado, el presidente y el gabinete (cinco ministros) ejercen funciones educativas y diplomáticas, dando continuidad y seguimiento a los proyectos de inversión y de Estado. También dictan las leyes fiscales y comerciales del país. Finalmente, el órgano judicial existe para hacer cumplir todas las leyes en cada ámbito, sin distinción alguna, de forma independiente, ecuánime y objetiva.
Ahora bien, de vuelta a nuestro Panamá real… Nos queda entonces preguntarnos qué tan difícil sería dirigir el país en esta dimensión-tiempo y sin promesas demagógicas. Eso sí, dejando a un lado la corrupción, el amiguismo y la mediocridad imperantes.
El autor es ingeniero en sistemas.