Los humanos antiguos sabían que el mundo era una esfera. En las noches, solo veían puntos luminosos redondos (estrellas y planetas). Veían la luna redonda y a la Tierra proyectando una sombra redonda sobre ella. Además, durante el día, veían el sol redondo y la luna también (sabían que era ella porque siempre muestra la misma cara).
Cuando estaban en la mar océana, veían el horizonte ligeramente desalineado en los extremos; el mástil con la bandera era lo último que se divisaba del barco en lontananza. De regreso del viaje, lo primero que veían eran las cumbres de las montañas y las torres blancas de las iglesias. (Nuestra catedral tenía hoyuelos pintados de plateado en las cúpulas de las torres, para reflejar —en todas direcciones— luz concentrada que servía de faro diurno).
Los antiguos sabían que el mundo era una esfera. Lo que no sabían era explicarlo. De eso se encargó Isaac Newton, al darle nombre a una fuerza invisible de atracción entre las cosas: la gravedad.
La sociedad panameña es ingrávida. Nos hace falta dignidad, tanto en lo material como en lo espiritual. Guillermo Ford Boyd (q. e. p. d.) lo identificó hace muchos años. Todos lo vemos y lo sabemos. Nos consta, pero no lo aceptamos. No lo aceptamos porque hay una fuerza invisible que nos separa. Quien suscribe estas líneas considera que esa fuerza invisible que nos aleja es la impunidad. Y es lo que tiene todo parado. No los maestros, no Suntracs, no los originarios con sus violaciones a la ley y al libre tránsito. No el gobierno con sus imposiciones y sus posverdades. No las asociaciones del sector privado ni los partidos políticos con sus intereses cortoplacistas. Estos son solo síntomas de una vida social indigna. El problema no es la corrupción generalizada: esa es la consecuencia. El problema es que no hay castigo. La riqueza mal habida es protegida. Y el dinero que se produce con trabajo no alcanza.
Si se considera que actualmente hay un gran riesgo de perder el país —discrepo, ya somos abusados por los grupos organizados de izquierda, de derecha y por un presidente extranjero acometedor—, hágase un arreglo. Pero no un “cierre en falso” (a la fuerza). Actuemos todos contra la impunidad. No a destiempo, no con prepotencia, no con segundas intenciones, no con favoritismos, sino con resultados concretos y reconociendo los errores ya cometidos. Esa es la causa de nuestra vida indigna: la impunidad.
El autor es abogado.