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Estanislao y la zarda del arrecife

Estanislao y la zarda del arrecife
Cuando las lanchas de compradores de Cartagena llegaban a El Islote,remolcaban los cayucos de los pescadores hasta los arrecifes o bajos que rodeaban las islas de San Bernardo. Al fondo, El Islote, comunidad donde hice el trabajo de campo para mi tesis en antropología. Foto, Stanley Heckadon Moreno, 1969.

En el Chiriquí de mi infancia, buena parte de las vacaciones escolares giraban en torno a los ríos. El mío era el Chiriquí Viejo, donde aprendí a nadar, bucear y pescar.

Debo saltar a 1968, cuando la Universidad de los Andes, en Bogotá, me aceptó como estudiante de antropología transferido desde la Universidad de California. Aprovechaba las vacaciones y los cierres de clases por protestas para viajar a dedo y en bus por Colombia. Así fui a dar a Tolú y, en un bote, a El Islote, único caserío de las islas de San Bernardo. Decidí que allí haría mi tesis de grado.

Como mi pequeño préstamo del Ifarhu no cubría el trabajo de campo, debí costearlo pescando con arpón. Pero una cosa es bucear en charcos de río y otra muy distinta mar afuera.

En El Islote, muchos de los hombres viejos habían sido marineros en las canoas que comerciaban con la “Costa del Indio”, las islas de San Blas. Los pescadores adultos pescaban a cordel y cazaban tortugas marinas; los jóvenes eran langosteros.

Pero ningún curso de metodología de campo me preparó para la súbita pérdida de prestigio ante la comunidad, justo al iniciar mis estudios. Como no podían pronunciar mi nombre, me apodaron Estanislao. El día que desembarqué, una multitud apareció cargando a un joven que se había dado un hachazo en el pie. ¡Al verme, alguien gritó: “¡Ahí viene el doctor!”!, pues en Colombia se suele llamar doctor a quien ha pisado una universidad. Al ver la sangre del herido, casi me desmayo, y me acusaron de ser un doctor de mentira.

Mi segunda pérdida de distinción fue por culpa de una zarda. Un gran evento era la llegada de las lanchas compradoras de pescado desde Cartagena. Traían dinero, hielo para las neveras, artículos para las tiendas, encargos y uno que otro pasajero.

Estanislao y la zarda del arrecife
Dos langosteros sosteniendo el mero que arponeó Sergio, quien aparece al centro con sudadera gris. El Islote, 1969. Foto Stanley Heckadon.

A diario salía en cayuco a pescar con los langosteros hasta los bajos o arrecifes que rodeaban el archipiélago, cuya ubicación era vital para orientarse de día y en las noches más oscuras y tormentosas. Bajos con nombres como Caribana, Blanco, Picúa, Monteras, Medio, Minalta, Palmar, Paloma y Sotavento.

El ritual del zarpe era el siguiente: primero, los buzos y el capitán discutían a cuál arrecife iríamos a pescar. Luego, la lancha remolcaba la larga fila de cayucos. Yo iba en el cayuco de Sergio, buzo dominicano, capaz de sumergirse a gran profundidad y con certero tino para disparar su arpón Arbalette. Él y yo éramos los únicos con arpones submarinos. Fue mi maestro.

Ese día, la lancha nos remolcó hasta el bajo más distante, mar afuera. Desde allí no se veía El Islote, ni ninguna de las islas ni la tierra firme. La lancha nos dejó y partió diciendo que nos recogería por la tarde. Ese arrecife tenía entre 8 y 10 brazas de profundidad, y aún más en ciertos puntos. El agua cristalina dejaba apreciar los corales y los peces. Alegres, nos echamos al agua. Los langosteros a sus langostas, con máscaras y cuchillos. Sergio y yo, a arponear. Cuando él se sumergía, yo le cuidaba las espaldas y viceversa.

Pronto aparecieron los tiburones de arrecife, atraídos por el sonido metálico de los arpones, la sangre de los pescados y los tacos de dinamita usados por algunos pescadores.

Subía desde lo hondo cuando noté una sombra que cruzó veloz a ras del fondo de arena blanca. Ascendí lento, girando contra reloj. La sombra comenzó a ascender hasta quedar a pocas brazas de mis chapaletas, y pude apreciar su gran tamaño y sus manchas negras.

Recordé a mi abuela Josefa, que no se bañaba en el mar sino sentada en la arena, echándose agua con una totuma, por el trauma de una Semana Santa en las playas de La Barqueta, cuando una tintorera con pintas negras devoró a su hermano. Era un tiburón tigre.

Pronto su cabeza y la mía quedaron a la misma altura, distantes a una braza. Me miraba con sus fríos ojos, abriendo y cerrando las mandíbulas, con sus carrilejas de dientes triangulares. Era tres veces más grande que yo. Pensé que me atacaría. Despacio, coloqué la punta del arpón a pocas cuartas de su cabeza y debatía si le disparaba al ojo o no. Si la hería, me arrastraría, y tendría que soltar el arpón, quedando indefenso. En eso se escuchó el sonido de un taco de dinamita, y el animal me dejó solo.

Salí disparado a la superficie y, encaramándome en el cayuco, grité: “¡Muchachos, sálganse del agua, que hay un tiburón grandísimo!”. El boga de mi cayuco, como de 12 años y desnudo, se tiró al piso muerto de risa y, a todo pulmón, decía: “¡Oigan, a Estanislao lo correteó una zarda!”.

De los otros botes sonaron carcajadas. De regreso, todos me pedían detalles de mi tope con el tiburón. En El Islote, el cuento de la zarda que correteó a Estanislao fue muy celebrado. Como quedé como un pendejo, me propuse que, en adelante, ninguna zarda me corretearía. Así fue.


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