Cada noviembre, Panamá se transforma en un gran teatro de patriotismo a medio gas. Las calles se llenan de banderas, tamales y desfiles escolares donde los niños marchan como mini soldados ensayando pasos perfectos, mientras los adultos compiten por la selfie más patriótica. Pero detrás del maquillaje tricolor, la tragicomedia nacional se revela: rifas para comprar instrumentos, instructores que trabajan sin recursos, políticos que bajan techos de tarimas —financiadas con nuestros impuestos— y aplausos que duran lo mismo que un fuego artificial.
La independencia de 1821 y la separación de Colombia en 1903 fueron logros épicos, llenos de estrategia, valentía y riesgos. Hoy se reducen a eslóganes para redes sociales. Nuestros héroes históricos se revolverían en sus tumbas al ver que nuestra “participación cívica” consiste en gritar “¡Viva Panamá!” mientras toleramos corrupción, desigualdad y desidia institucional.
Y la ironía no se detiene: mientras se rifan instrumentos y se piden donaciones, los meses previos están llenos de burocracia, promesas incumplidas y cuentas sin rendir. Los padres donan, los instructores se esfuerzan, los estudiantes ensayan y los políticos sonríen desde las tarimas que nosotros pagamos. El gran final: el político baja el techo de la tarima y todos aplauden, como si la fantasía borrara nuestra indignación. Ese es el patriotismo de escaparate: banderas y rifas que ocultan la indiferencia, donde la emoción efímera reemplaza la conciencia ciudadana.
Si alguien cree que el civismo se limita a marchas y aplausos, está muy equivocado. Civismo verdadero es cuestionar, reflexionar y actuar todos los días, no solo cuando hay desfiles y tamales de por medio. Civismo es enseñar historia con matices, conocer los errores, debatir los desafíos actuales y exigir que nuestras instituciones rindan cuentas. No es el aplauso del 3 o el 28 de noviembre: es una responsabilidad diaria disfrazada de acción consciente.
Imaginemos otro escenario: en vez de gastar en tarimas y rifas, los recursos se invierten en educación ciudadana, limpieza de parques, proyectos comunitarios o debates escolares sobre problemas reales. La banda escolar seguiría sonando, pero con instrumentos comprados sin rifas milagrosas; los niños marcharían con entusiasmo genuino y el político bajaría de la tarima no para el aplauso, sino para rendir cuentas de cada centavo gastado.
Eso sí sería civismo digno: una mezcla de orgullo, acción y pensamiento crítico, no emoción efímera de confeti y pólvora.
Mientras bailamos y comemos tamales, seguimos siendo espectadores de nuestra propia improvisación patriótica. Nos indignamos y olvidamos al día siguiente. Celebramos héroes históricos mientras toleramos mediocridad, burocracia y negligencia cotidiana. La verdadera independencia —la de pensamiento y acción— sigue siendo un acto pendiente, eclipsado por el show anual que llamamos fiestas patrias.
Entre risas y sarcasmo, la invitación es simple: que las fiestas patrias sean una mezcla de celebración y compromiso. Que las bandas toquen para educar, que los desfiles incluyan actos de servicio comunitario y que la bandera sea recordatorio de que la patria no se sostiene con aplausos, sino con conciencia y acción.
No se trata de ser perfectos. Esta no es una lección de moral, sino una reflexión sobre cómo celebramos. El civismo empieza cuando el aplauso termina y la responsabilidad comienza.
La autora es profesora de filosofía.


