—Maestra, explíquelo como en YouTube —me dijo una estudiante hace poco. En ese momento lo entendí todo: no es desinterés, es un nuevo idioma.
Vivimos en una era de pantallas, donde los jóvenes panameños consumen más contenido digital en un día que el que muchas personas adultas leyeron en toda su adolescencia. Esto no los hace menos inteligentes ni perezosos. Los hace diferentes.
La llamada generación Z, nacida entre 1997 y 2012, ha crecido entre algoritmos, historias de 15 segundos y tutoriales visuales. Su capacidad para aprender sigue intacta, pero las formas tradicionales de enseñanza ya no les hablan ni al corazón ni al cerebro. La pizarra y el dictado no compiten con TikTok, ni deberían intentarlo. Deberían transformarse.
En Panamá, seguimos repitiendo fórmulas educativas del siglo pasado, sin detenernos a observar que nuestros estudiantes ya no son los mismos. ¿Qué pasaría si, en lugar de lamentarnos por su “falta de atención”, intentáramos captar su atención desde su mundo? ¿Y si empezáramos a ver el celular no como enemigo, sino como puente?
Hoy, más que nunca, necesitamos una educación que conecte con lo que ellos sienten, con lo que viven, con cómo aprenden. No se trata de convertirnos en influencers, sino en facilitadores. En guías que entienden que un estudiante puede aprender historia a través de un reel, matemáticas con un reto en Instagram o redacción con una publicación emocional en su blog personal.
Lo que falta no es interés, es adaptación.
Si no renovamos las estrategias, perderemos a más jóvenes. No porque no quieran aprender, sino porque no soportarán seguir siendo invisibles en un sistema que no los representa.
Los estudiantes no son el problema. Son la brújula que nos señala hacia dónde debemos ir.
Llamado a la reflexión: La educación no está rota. Solo está desincronizada con su audiencia.Y hoy, más que nunca, nos toca volver a aprender… para poder enseñar.
La autora es docente.