En la política, los gobernantes enfrentan dilemas éticos que desafían las normas morales comunes. Sus decisiones afectan a toda una nación. En una democracia, estas decisiones se toman en nombre de los ciudadanos.
En nuestro país, decisiones como las reformas a la CSS, la posible reapertura de la mina, la gestión del agua para el Canal y las relaciones internacionales con Estados Unidos y China se toman y ejecutan en diversos órganos del Estado, poderes no directamente accesibles para los ciudadanos.
Esto plantea la pregunta de si los políticos deben seguir normas morales distintas. Aunque las intuiciones morales cotidianas pueden guiar algunas decisiones, los políticos enfrentan situaciones complejas que requieren decisiones difíciles, orientadas hacia el bien común, entendido como aquello que beneficia a la mayoría y fortalece las instituciones a largo plazo.
Una respuesta a este dilema se encuentra en la obra Las manos sucias, de Jean-Paul Sartre. En ella, Hugo debe asesinar a un líder rival, creyendo que este acto justificará la causa revolucionaria. Viola sus principios morales para alcanzar un objetivo mayor: el bien común de aquellos a quienes sirve.
Este dilema resuena con nuestra política actual, donde los políticos toman decisiones moralmente cuestionables, pero justificadas —según ellos— por un bien común que trasciende intereses particulares. El filósofo John Rawls argumenta que el bien común se alcanza cuando las instituciones sociales distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas provenientes de la cooperación social. Esta visión del bien común como justicia distributiva nos ayuda a evaluar las decisiones políticas más allá de sus intenciones inmediatas.
El filósofo Michael Walzer introduce el concepto de “inocencia” para referirse a quienes no han incurrido en acciones moralmente cuestionables. Según él, es imposible gobernar sin perderla. Los actos de gobierno, aunque justificables desde una perspectiva utilitarista del bien común, pueden ser moralmente reprobables.
La reforma a la CSS, impulsada para garantizar su sostenibilidad financiera, encontró fuerte oposición de sindicatos y sectores sociales. Aquí se evidencia el conflicto entre distintas visiones del bien común: sostenibilidad del sistema versus bienestar inmediato de los ciudadanos. El verdadero bien común, sin embargo, no se limita a visiones cortoplacistas ni puramente economicistas, sino que integra consideraciones de equidad intergeneracional y sostenibilidad institucional.
La Asamblea aprobó la reforma, mostrando la división entre diputados que priorizaron el respaldo popular y quienes enfrentaron una urgencia por el bien común. Los opositores conservaron su “inocencia”, mientras que los defensores son cuestionados éticamente, a pesar de buscar un sistema viable para futuras generaciones.
Esto recuerda a Maquiavelo, quien sugiere que un gobernante debe tomar decisiones moralmente cuestionables para evitar males mayores. El bien común se convierte así en criterio fundamental para evaluar la legitimidad política, por encima de principios morales absolutos. Amartya Sen complementa esta visión al afirmar que el bien común debe evaluarse en términos de capacidades y libertades efectivas de los ciudadanos, no solo en términos de recursos o utilidades.
El conflicto abarca también los métodos. Dialogar con la oposición o aceptar propuestas conjuntas puede verse como contradicción ética, pero estas acciones pueden orientarse a un bien común que trasciende divisiones partidistas y fomenta una democracia deliberativa, donde el intercambio de razones públicas fortalece la legitimidad de las decisiones.
La ética absoluta, que rechaza dialogar con quienes no comparten mis valores, no considera las consecuencias de no alcanzar acuerdos, cruciales para aprobar leyes. Esta rigidez obstaculiza la consecución del bien común, que requiere negociación y visión a largo plazo. La filósofa Hannah Arendt nos recuerda que el espacio público es donde diferentes perspectivas convergen y se confrontan, permitiendo que emerja un bien común auténticamente plural.
Desde Jóvenes Unidos por la Educación, creemos que el pensamiento crítico debe acompañarse de acciones concretas orientadas al bien común. Las palabras deben respaldarse con hechos tangibles para generar cambios significativos en beneficio de todos, especialmente de los más vulnerables.
Esperamos que la ciudadanía comprenda que el verdadero cambio no se logra con reglas rígidas, sino en un espacio flexible, donde es necesario negociar, considerar diferentes perspectivas y encontrar soluciones intermedias que contribuyan al bien común. Solo así se avanzará hacia el bienestar colectivo, sin sacrificar principios fundamentales de justicia y moralidad.
El autor es psicólogo y miembro de Jóvenes Unidos por la Educación.