El presidente Donald Trump sabe que el mundo sufre y sufrirá las consecuencias de la destrucción progresiva del medio ambiente por las actividades humanas, siendo el calentamiento global y el ya palpable cambio climático las principales manifestaciones de esta crisis. Su decisión de abandonar el Acuerdo de París de 2015 sobre cambio climático, diseñado para limitar el calentamiento mundial, no responde a un escepticismo sobre el fenómeno, ampliamente comprobado por la comunidad científica de los países con mayor desarrollo tecnológico. Más bien, obedece a una de las opciones más egoístas de los gobiernos de Estados Unidos ante la incapacidad de lograr consenso y acción mundial para enfrentarlo.
Ante la retórica vacía y la firma demagógica de tratados, convenios y declaraciones que se quedan en el papel por falta de voluntad política, Estados Unidos ha optado por preparar su propio camino para enfrentar el inevitable calentamiento global. La ambición de apoderarse de Groenlandia (y hasta la eventual anexión de Canadá como “nuevo estado de la unión”) se explica como parte de una estrategia a largo plazo, delineada por el Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Este organismo cuenta con varios equipos de analistas, planificadores y estrategas, quienes prevén múltiples escenarios mundiales futuros con el apoyo de expertos de distintos sectores académicos y el uso de inteligencia artificial.
La humanidad enfrenta un peligro de extinción a mediano plazo (de dos a cuatro siglos largos) debido a la irracional destrucción del medio ambiente. El calentamiento global, ampliamente publicitado, es solo una de las muchas consecuencias de la contaminación creciente del suelo, el aire y el agua en todo el mundo. Sin embargo, la responsabilidad de esta crisis no recae únicamente en la industrialización del capitalismo salvaje. Los estados del “socialismo real” también han contribuido al deterioro ambiental con el mismo desprecio suicida por la naturaleza y la vida. Sus grandes crímenes ecológicos han pasado más desapercibidos por la falta de prensa libre y la voluntad encubridora de sus gobiernos.
Hoy sabemos que la extinta Unión Soviética destruyó el mar de Aral y que su desidia desató la catástrofe de Chernóbil, cuyos efectos radiactivos afectaron a gran parte de Europa. Durante décadas, fabricantes y autoridades en Estados Unidos, Europa y Japón promovieron la idea de que los motores diésel eran “menos contaminantes” que los de gasolina, a pesar de conocer que en realidad emiten gases cancerígenos. En América del Sur, la cuenca del Amazonas y la del Paraná están en un acelerado proceso de destrucción debido a la deforestación, la expansión de la ganadería, la agroindustria y la explotación minera. África sufre un sostenido proceso de desertificación, mientras que China, Australia, India y hasta Alemania siguen quemando carbón, a pesar de los compromisos ambientales.
Los bosques y selvas están siendo destruidos a un ritmo alarmante, y los cuerpos de agua están cada vez más contaminados. La extinción masiva de especies avanza sin que comprendamos del todo sus consecuencias en los ecosistemas. El nivel de los océanos sigue aumentando, los glaciares se extinguen y las fuentes de agua dulce se reducen, mientras la población mundial continúa creciendo. Ante un futuro marcado por catástrofes, escasez de agua y alimentos, y la disminución de tierras cultivables, Estados Unidos ha optado por dejar de lado cualquier acción colectiva y actuar en su propio beneficio.
El liderazgo de Trump ha dejado clara esta postura. “Estados Unidos no saboteará nuestras propias industrias mientras China contamina impunemente”, ha dicho. En este contexto, la ambición de controlar Groenlandia responde a la necesidad de asegurar recursos estratégicos: tierras cultivables, agua dulce y yacimientos de petróleo y minerales, sumando estos a los de Alaska. A largo plazo, algunos estrategas estadounidenses consideran la anexión de Canadá como parte de una expansión territorial para garantizar su supremacía en un mundo en crisis climática.
Estados Unidos también busca ampliar su presencia militar en Groenlandia, donde ya mantiene bases desde 1941, siendo la de Thule la más importante. Además, al controlar el territorio, evitaría eventuales reclamaciones internacionales por los residuos nucleares y la contaminación dejada por la antigua base secreta “Camp Century”, construida en 1959 y operativa hasta 1967.
La anexión de Groenlandia no será fácil. Aunque Estados Unidos ha mantenido una actitud agresiva frente a Dinamarca, su “amigo y aliado” en la OTAN, los groenlandeses han dejado claro que no desean ser parte de este plan. En las recientes elecciones, la población votó mayoritariamente por candidatos que rechazan seguir siendo una colonia y que defienden su autonomía.
El pueblo groenlandés conoce bien la historia del colonialismo. Dinamarca ejecutó durante décadas un agresivo plan de asimilación cultural en Groenlandia, separando familias inuit y sometiendo a niñas y mujeres a programas forzosos de control de natalidad, una práctica que recuerda las esterilizaciones llevadas a cabo por la Alemania nazi, la dictadura de Fujimori en Perú y las leyes eugenésicas aplicadas en Estados Unidos hasta 1970.
Los groenlandeses no quieren seguir el destino de los nativos hawaianos o los pueblos indígenas de América, marginados y despojados de sus tierras. La historia ha demostrado que el expansionismo y el racismo han ido de la mano en las políticas de Estados Unidos. Durante siglos, los pueblos indígenas han sido víctimas de masacres y despojos, tergiversados luego en la narrativa de Hollywood para ocultar la verdad.
Ante este panorama, Groenlandia se enfrenta a una disyuntiva histórica. Conscientes del peligro que representa una anexión a Estados Unidos, han optado por defender su identidad y su soberanía. En un mundo que se reacomoda ante la crisis climática, la lucha de los groenlandeses es un recordatorio de que el derecho a la autodeterminación sigue siendo una causa vigente.
El autor es abogado.