La llegada de Jorge Herrera a la presidencia de la Asamblea representa una oportunidad para repensar el funcionamiento del órgano más cuestionado del Estado. No se trata solo de recortes, sino de un giro institucional que empiece por reconocer el daño causado por la opacidad, el clientelismo y la indiferencia hacia los recursos públicos.
Eliminar vehículos alquilados o prometer revisar el reglamento son acciones correctas, pero insuficientes si no se acompañan de decisiones valientes: depurar la planilla, limitar los contratos discrecionales, publicar los informes de asistencia y sancionar a los responsables del desvío de fondos.
El poder legislativo no puede seguir funcionando como una agencia de empleos. La confianza ciudadana está agotada, y cualquier intento de reforma que no confronte los vicios estructurales será, otra vez, cosmético.
Herrera tiene el respaldo de una mayoría nueva. Eso no es garantía de nada, pero es un punto de partida. El país espera algo más que gestos: necesita resultados, coherencia y una visión de Estado.