Las pandillas en Panamá son un cáncer social que parece inextirpable. Sus nombres —Calor Calor, Bagdad, Matar o morir, Los Yeyos, Los Bin Laden, entre otros— se repiten año tras año, gobierno tras gobierno, sin que las estrategias de seguridad logren reducir su presencia o su membresía. Detrás de la mayoría de los crímenes violentos que sacuden las calles del país, especialmente en la capital y Colón, está la disputa territorial por el control del microtráfico de drogas.
Más alarmante aún es la facilidad con que estos grupos reclutan jóvenes. Los datos son contundentes: al menos 2,500 estudiantes abandonaron las aulas en 2024, convirtiéndose en presas fáciles de un mundo donde la salida muchas veces es en un ataúd. La deserción escolar tiene raíces profundas: infraestructura escolar deficiente, planes de estudio obsoletos y la falta de profesores capacitados. A esto se suma la interrupción constante de clases por parte de gremios que priorizan sus agendas políticas.
El enfoque policial, aunque necesario, no es suficiente. Si no se reforma el sistema educativo de manera integral, involucrando a maestros, profesores, directores y padres de familia, las aulas seguirán vacías y las pandillas seguirán llenando ese vacío. Solo una educación fortalecida y coordinada puede ofrecer a los jóvenes una salida real y digna de ese oscuro laberinto.