En Panamá, basta una causa—cualquiera, incluso ajena a la educación—para que miles de docentes abandonen las aulas. Esta vez es la seguridad social; antes fue el salario, la minería, o la falta de pupitres. Mientras tanto, los centros escolares públicos operan a medias: unos con 95% de normalidad, otros sin un solo alumno. La asistencia fluctúa más por miedo a la inestabilidad que por ausencia de voluntad.
Es el retrato de un país donde toda huelga educativa “triunfa” si logra detener las clases. Y lo logra. Por eso el calendario escolar ya ha perdido 490 días desde 2020. Cada paro prolonga la desigualdad entre quienes acceden a educación privada y quienes esperan que vuelva la normalidad.
La deserción aumenta, el desempleo juvenil también, y el desfase entre lo que se enseña y lo que se necesita empeora. Seguimos hipotecando el futuro sin asumir que, sin educación funcional y continua, ningún país puede prosperar. Menos aún uno que convierte cada protesta en abandono.