Por mucho tiempo, América Latina ha ignorado lo que sucede en Nicaragua. Un régimen que no respeta los derechos humanos ni el Estado de derecho y cuyas autoridades carecen de legitimidad al no respetar la soberanía popular. Peor aún, aprovechando el asilo de Ricardo Martinelli, la copresidenta Rosario Murillo intenta abiertamente chantajear a Panamá con el SICA, buscando imponer figuras que no comparten los valores democráticos.
El gobierno de Daniel Ortega acusó a Costa Rica, Guatemala, Panamá y República Dominicana de inmiscuirse en sus asuntos internos tras rechazar la candidatura del excanciller Denis Moncada para la Secretaría General del organismo. Nicaragua alega que esta posición le corresponde por derecho, pero la realidad es que su historial antidemocrático genera un rechazo creciente en la región.
No es la primera vez que Ortega intenta forzar su agenda en el espacio centroamericano, utilizando discursos de soberanía para justificar una estrategia de aislamiento. Ahora, al verse bloqueado, recurre a la descalificación y la amenaza. La represión interna, las elecciones fraudulentas y la censura de medios e instituciones democráticas ya han reducido a Nicaragua a una dictadura. Pero su impacto trasciende fronteras cuando busca imponer su influencia en organismos internacionales.
Indudablemente, mantener relaciones diplomáticas con estas autoridades no le aporta nada a Panamá ni a la región. La integración centroamericana no puede ser secuestrada por regímenes que violan los principios democráticos.