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Instrucciones para escribir cuentos

La magia del cuento reside en su aparente simplicidad: un principio que atrapa, un acontecimiento puro que conmueve y un final que deja una impresión de la realidad. Dedico este artículo a los educadores que buscan guiar a sus estudiantes en el arte de escribir cuentos.

Un cuento no es solo una estructura: inicio, nudo y final. Un cuento es un organismo vivo compuesto de algunos elementos que respiran a través de las palabras. Un cuento tampoco es una anécdota, pero sí puede que la anécdota devenga en cuento.

Los inicios clásicos —“Había una vez”, “Érase una vez”— son viejos compañeros, pero la creatividad y la imaginación permiten abrir otras puertas. El principio del cuento puede ser un gesto, un aroma, un silencio cargado de sentido. Imaginemos un cuento donde el personaje se llama Darío, el joven herrero de un pueblo, no solo vive en un valle rodeado de montañas; sus sueños están hechos del mismo metal que forja, y es ahí, en ese detalle mínimo, donde comienza su historia: “El silencio del valle se interrumpió con el golpe de un martillo…”.

No se trata solo de que algo le suceda a Mauro, sino de que ese algo sea interesante. Ahora insertamos a un ser que amenaza al valle, pero no es una criatura cualquiera; es la prueba que Mauro debe superar para convertirse en su destino. Las frases que marcan el desarrollo —“De pronto...“, “Inesperadamente...”— son rupturas, nudos de acción que le dan tensión al relato; lo que llaman trama. El cuento tampoco es una serie de acciones. El relato debe aportar miradas de la condición humana: El miedo de Mauro nos ayuda a ver la fragilidad humana, el temor a fracasar. Ha nacido un personaje.

Algo importante es que, si creamos un personaje y lo metemos en un problema, lo ayudemos a salir. Es muy fácil meter a los personajes en un lío y abandonarlo a su suerte. A veces el personaje está tan vivo que se pone en contra de su creador. Sin embargo, lo que importa es que solucione su problema y esta resolución a veces termina en fracaso o la muerte. No lo podemos evitar. El cuento así lo pide.

No hace falta un “y vivieron felices para siempre” para cerrar el cuento. A veces un final abierto o inesperado pueden ser más poderosos que cualquier moraleja explícita. Mauro vence a la criatura, sí, pero su verdadera victoria no está en haber creado una espada, sino en haber creído que era posible usarla para lograr la libertad. Las palabras que sellan el cuento —“Finalmente...“, “Y así fue como...”— serán un eco que seguirá sonando en la mente del lector, porque se lleva una moraleja implícita que toca algo humano.

Escribir un cuento es aprender a mentir con elegancia. Si no somos capaces de mentir, no podemos escribir. Mentimos para editar la realidad y desenmascararla. Los cuentos son mentiras que nos hablan de la realidad. Por eso la gente se reconoce en ellos. La simplicidad no es pobreza; es precisión y es coraje de contar sin miedo.

Es importante saber elegir desde qué punto de vista se va a contar el cuento. Atención a estas líneas: “Me dispuse a salir para adentrarme en el bosque” (primera persona). “Se dispuso a salir para adentrarse en el bosque (tercera persona). “Te dispusiste a salir para adentrarte en el bosque”. Cada una de estas formas contará el cuento desde una distancia distinta respecto a la realidad que vive el personaje.

Saber que el cuento permite: la sugestión, la concentración, la sorpresa, la tensión, elipsis; pero que no tolera: desvíos, digresiones, adornos, cabos sueltos y, sobre todo, que un cuento hace verosímil lo inverosímil. Cada palabra debe estar ahí por una razón, y esa razón siempre es la misma: hacer que el mundo imaginado sea tan real como el verdadero.

Los componentes del cuento son como un tejido que le da forma a la historia. Los personajes no son meras figuras, sino entidades que tienen deseos y miedos que los hacen parecerse a nosotros, porque tienen problemas similares a los humanos reales: grandes temas de la vida. Pensemos en nuestro personaje, Mauro: ¿Es una historia sobre la valentía? ¿Sobre el precio de algún deseo? ¿Sobre la fragilidad de la vida? ¿Sobre el miedo a morir? El tema no se declara, se insinúa, como un aroma que gravita en las páginas sin necesidad de nombrarlo.

Al final, lo que queda es el efecto, esa sensación que persiste cuando el cuento ya terminó. A veces es una alegría o una incertidumbre. Como educadores, la misión no es enseñar recetas, porque no las hay. Es enseñar a encender una vela que no se apague jamás. Que los estudiantes se atrevan a romper moldes, a cuestionar la realidad desde la imaginación, a descubrir que un cuento es un bicho que despertó convertido en hombre, para contradecir a Kafka. Porque en el arte de contar historias, lo más importante no son las palabras sobre el papel, sino el descubrimiento de la naturaleza humana a través de ellas.


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