El ataque militar de Israel contra instalaciones nucleares y estratégicas en Irán no es un episodio más en el eterno ajedrez de Medio Oriente. Es un punto de inflexión. Un movimiento que no solo reordena fuerzas en la región, sino que puede precipitar una nueva fase de tensiones globales con consecuencias concretas para todos, incluidos países como Panamá, que suelen considerarse lejanos del epicentro, pero que están entrelazados por las arterias del comercio, la diplomacia y la historia.
En esta operación, Israel no solo destruyó infraestructuras clave vinculadas al programa nuclear iraní, sino que también provocó la muerte de varios científicos especializados en energía atómica, además de altos mandos militares del Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica. La acción fue quirúrgica, planificada y ejecutada con la colaboración encubierta de agencias de inteligencia. Su mensaje fue contundente: Israel no permitirá que Irán avance un milímetro más en el desarrollo de capacidades nucleares con potencial militar.
El gobierno de Teherán respondió con drones y amenazas de represalias más allá de Tel Aviv, insinuando que Estados Unidos —aunque no haya participado directamente— es cómplice. Washington, por su parte, ha evacuado personal diplomático en Medio Oriente, advertido sobre nuevos ataques iraníes y reafirmado su alianza con Israel. Pero la pregunta de fondo no es si Irán responderá, sino cómo y dónde.
Lo que ocurre hoy entre Israel e Irán es apenas el rostro visible de una fractura más profunda: la del orden mundial surgido tras la Segunda Guerra Mundial, y en particular, la de la supremacía estadounidense como árbitro global. Detrás de los misiles y drones hay un reacomodo de bloques, similar al que precedió los grandes conflictos del siglo XX, aunque con nuevos lenguajes: energía, rutas comerciales, sistemas digitales y poder simbólico.
Rusia, debilitada por las sanciones tras la prolongada guerra en Ucrania, ha estrechado lazos con Irán. Comparten intereses estratégicos: contener el poder de Occidente, proteger rutas energéticas y fortalecer un eje alternativo que cuestione el modelo unipolar. Rusia ve en Irán no solo un aliado militar, sino una plataforma para proyectar su influencia en el golfo Pérsico y Asia Central.
China, aunque más cautelosa, tiene inversiones millonarias en Irán, tanto en infraestructura como en petróleo y seguridad. Su interés es mantener estables las rutas comerciales vinculadas a la Iniciativa de la Franja y la Ruta, en la que Medio Oriente juega un papel clave. Ha emitido declaraciones de condena moderada, pero en los círculos internos del Partido Comunista hay preocupación por la inestabilidad que puede generar una guerra regional. Pekín no desea una guerra abierta, pero tampoco abandonará a Irán ni tolerará una hegemonía militar estadounidense que afecte sus intereses estratégicos.
En este contexto, lo que ocurre entre Israel e Irán no es un conflicto local, sino una grieta en el equilibrio global. Y Panamá, aunque geográficamente distante, no está al margen. Su posición estratégica —con el Canal como eje del comercio marítimo mundial— la convierte en un punto de atención para cualquier potencia interesada en asegurar rutas alternativas en caso de bloqueos en el estrecho de Ormuz, el mar Rojo o el Indo-Pacífico.
El Canal de Panamá transporta más del 6% del comercio mundial y representa un corredor vital para mercancías, petróleo y armamento. En los últimos meses, ha sido notoria la creciente presencia de fuerzas militares, asesores de defensa y delegaciones diplomáticas estadounidenses en suelo panameño. Aunque se presenta oficialmente como cooperación humanitaria o asistencia técnica, lo cierto es que la militarización sutil ha comenzado a manifestarse. Algunos analistas señalan que el gobierno de Estados Unidos se está adelantando a posibles escenarios de conflicto regional que afectarían sus líneas logísticas y quiere garantizar que Panamá siga siendo un punto confiable de tránsito.
La presión no solo vendrá de Estados Unidos. China ha invertido en puertos, zonas logísticas y propuestas de ferrocarriles interoceánicos en Centroamérica, y considera al istmo una pieza clave dentro de su expansión comercial. Si el conflicto escala, Panamá podría encontrarse en medio de una disputa silenciosa —pero poderosa— entre las grandes potencias.
Y lo más preocupante no es solo la presión externa, sino la posibilidad de que internamente el país no esté preparado para enfrentar este tipo de tensiones. El gobierno debe definir con claridad una política exterior basada en soberanía, neutralidad y vocación de paz. No podemos permitir que Panamá sea convertido en ficha de ningún imperio ni en plataforma para intereses militares que contradicen nuestra historia. Ya lo vivimos en el siglo XX, con la ocupación de la Zona del Canal, las bases militares extranjeras y la invasión. No podemos repetir esa historia bajo nuevos disfraces.
Esta es una hora delicada en el mundo, y cada decisión —incluso las que parecen pequeñas— puede tener repercusiones inmensas. El Canal debe ser un símbolo de neutralidad, de cooperación entre pueblos, de humanidad compartida. No un corredor estratégico de guerra. Israel e Irán no son islas. Sus acciones resuenan en Washington, en Moscú, en Pekín… y también en Ciudad de Panamá.
El mundo se reorganiza. Las máscaras del poder caen. Los discursos de paz se enfrentan a la lógica de la fuerza. Pero la verdadera geopolítica es la del alma de los pueblos: su memoria, su dignidad, su claridad moral. Y en medio de este panorama inquietante, Panamá debe recordar quién es, qué representa y a qué no debe nunca volver.
La autora es psicóloga y educadora.