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Jaime Alemán, fuera de la Tierra

Dios estaría por igual en la oscuridad sideral como en los cielos y en la Tierra. Su presencia parece vibrar con mayor fuerza justo en la línea incierta que media entre ambos costados.

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Exembajador panameño, Jaime Alemán, viaja al espacio con Blue Origin

El panameño Jaime Alemán divisó esa franja por unos instantes en su viaje suborbital del pasado sábado 31 de mayo, y se permite confirmar la existencia del “Todopoderoso”.

“Fui en ese cohete a las alturas máximas. A 65 millas de la Tierra vi su hermosa curvatura azul y el espeso negro de la profundidad de lo infinito”, recuerda el también abogado panameño, que se atreve a pronunciar una sentencia rotunda: “El sentimiento de espiritualidad es abrumador”.

Jaime Alemán, fuera de la Tierra
Jaime Alemán. Foto: Luis García

Una vez bajó las escalinatas de la nave que lo trajo de regreso, Alemán no solo se convirtió en el primer panameño en atravesar la atmósfera, sino también en el único humano de la historia en haber conocido los 193 países de la Tierra contemporánea; en viajar al Polo Sur y al Polo Norte, y en ascender al espacio.

“Es el Grand Slam de los viajes”, advierte Alemán, que asegura sentirse “flotando”. Todavía se asombra de su periplo de los últimos 16 meses, en los que fue a los dos extremos de la Tierra y luego al espacio junto a otros cinco tripulantes de origen diverso.

Dos estadounidenses, un canadiense, un neozelandés, una puertorriqueña y este panameño integran el plantel de cosmonautas de la misión New Shepard NS–32, de la empresa Blue Origin.

Su dueño, el estadounidense Jeff Bezos, cuyo patrimonio también está en las máximas alturas —con activos de 200,000 millones de dólares—, destaca estas iniciativas que “democratizan” el espacio, haciéndolo accesible a personas del común; no solo para astronautas pagados con impuestos.

De manera que “estos viajes experimentales”, como los cataloga Alemán, más que un capricho personal, son otra proeza de la libertad ciudadana. Hombres y mujeres capaces de desafiar su tiempo, que se juegan la vida por experimentar sensaciones irrepetibles.

“Somos pioneros de algo con una dosis de peligro, al igual que los hermanos Wright, que volaron el primer avión durante 20 segundos y avanzaron unos 200 pies”, compara Alemán, que vaticina la relevancia de las misiones de Blue Origin en la conquista del espacio.

Los temores

El itinerario del cosmonauta panameño duró unos 10 minutos. Son el tramo final de una travesía que él casi abandona la noche del 20 de febrero, horas después de haber hecho el abono inicial del viaje.

“Sofi, estoy aterrado, no voy a poder hacer este viaje”, le dijo el cosmonauta a su única hija, que lo acompañó en ese momento y que le contestó: “Papá, tú nunca has tenido miedo, solo es buscar un método para superarlo”.

Al tiempo que transcurrían los ensayos, 30 en total, el papá de Sofía Alemán, que no se toma ni un cebión para la gripa, obedeció a un psiquiatra panameño que le recomendó portar una píldora de Tafil en su traje espacial en caso de pánico.

Hombre de decisiones extremas, como la de haber sido el ministro que firmó el decreto que destituyó a Noriega, Alemán padecía de claustrofobia y lo horrorizaban las alturas.

Jaime Alemán, fuera de la Tierra
El exembajador de Panamá en Estados Unidos, Jaime Alemán, a su salida de la cápsula espacial. Captura de pantalla

Sus incertidumbres en la misión sideral apuntaron al puentecillo de metal situado a siete pisos de altura que atravesaría la tripulación antes de ingresar a la cápsula del cohete, y a saber si su señora madre, fallecida cinco años atrás, se manifestaría de alguna manera, como lo hacía ella bendiciéndolo al emprender cada viaje.

Una torre de madera ubicada en Gamboa, en la zona del Canal, le sirvió a Alemán para atemperar su miedo a las alturas. Morían de la risa unas mujeres que lo veían subir y bajar vestido de astronauta. Y se carcajearon cuando el cosmonauta les explicó el motivo de su indumentaria: “Es que me voy al espacio”.

La bendición final

En el interregno del grado universitario de Economía de la Universidad de Notre Dame y el doctorado en Abogacía obtenido en la de Duke, Alemán activó su pasión por los viajes. Recorrió durante sus años jóvenes unos 80 países, cuando la geopolítica generaba tanto temor como subirse en un cohete y viajar era un lujo de unos cuantos.

Y sin falta, llegado el momento de partir a una expedición, lo bendecía su madre, doña María Teresa Healy de Alemán, a quien necesitaba ahora, para esta última aventura después de haber visitado 193 países, el Polo Norte y el Polo Sur.

En 2015, el año en que su esposa Pilar Arosemena fue nombrada embajadora en Francia, ella le propuso terminar de conocer el mundo, “porque te faltan 73 países”.

Jaime Alemán, fuera de la Tierra
Con pasaporte en mano. Foto: Luis García

Fue precisamente en ese mismo año, al volverse el primer latinoamericano en conocer todos los países, que murió doña María Teresa. Por eso, Jaime quería darse el adiós con su madre.

Pero dos semanas antes del viaje al espacio, a las 6:10 de la mañana, el cosmonauta practicaba yoga y meditación en su apartamento ubicado en el piso 35 de un edificio de Coco del Mar. “De repente una luz entró a mi cabeza, traspasó mi cuerpo, bajó hasta el suelo, y entonces vi y sentí a mi mamá diciéndome: yo voy contigo”.

Allá va

A Jaime Alemán lo bautizaron los de Blue Origin con el nombre de Marco, en honor al navegante veneciano.

El cosmonauta Marco durmió solo una hora la madrugada del día de su expedición espacial. Salió a caminar hasta las cinco, viendo las estrellas y el firmamento escarlata en el centro de despegue de los cohetes de Blue Origin, rodeado de montañas y cerca de un pueblito pintoresco de Texas llamado Van Horn.

Tomó una ducha de agua caliente, ingirió unos bocados de pan, se puso el traje y guardó en los bolsillos el Tafil, una imagen de San Telmo que le regaló un socio de su firma de abogados, y la bandera de Panamá.

Luego saludó y despidió a su familia. Una camioneta lo transportó a 75 millas por hora a la plataforma de despegue. Sonaba Rocketman, de Elton John. Un elevador lo subió, junto a los otros tripulantes, al puentecillo de metal. Cruzaron hasta la cápsula y se acomodaron en sus puestos, con forma de sofá.

Marco amarró los cinco cinturones que lo adhirieron a su asiento. “Iba lleno de alegría, tranquilo, ninguna píldora iba a diezmar mis sensaciones”. Tampoco tomaría fotos con el teléfono celular. La memoria se encargaría de ello.

Pasaron los dos minutos previos para que cualquiera de los tripulantes desistiera de la misión. “Marco, ¿everything is fine?”, le preguntaron. “Yes, it is”, contestó Marco.

Estalló el sonido irrepetible de los propulsores. Las chispas de fuego alcanzaron las escotillas de la cápsula. Los tripulantes si acaso pestañeaban, pero sus oídos se mantenían seguros por haber sido cubiertos con una cera a prueba de estruendos. No había calor.

El cohete alcanzó las 2,300 millas por hora en el ascenso y procedió a separarse de la cápsula espacial, que se apalancó en el impulso logrado para sobrepasar la Línea de Kármán, que a 62 millas de altura marca la diferencia entre la Tierra y el espacio.

En vez de ponerse a flotar, Marco optó por quedarse sentado y enfocar su mirada en el azul que cubre el planeta, en las curvaturas que lo caracterizan y en el profundo, infinito y misterioso espesor negro que caracteriza el espacio.

Después de 4 minutos, la cápsula empezó su descenso a una velocidad de 3,500 millas por hora. Chocó con la atmósfera, y luego se abrieron los paracaídas que la acunaron hasta llegar a la Tierra. La paz de Marco le permitió, poco a poco, volver a ser Jaime Alemán.

Abierta la puerta de la nave, dos tripulantes antecedieron la salida del panameño, que se detuvo un segundo en la escalerilla para desplegar la bandera de Panamá. Este momento queda capturado en una foto que se hace universal: le ha dado la vuelta al mundo.

Él cae ahora en la cuenta de que ha despedido a su mamá. “Ve con papá, que te está esperando”. Su hijo, en cambio, seguirá en la Tierra, de la mano de Dios.


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