El Jueves Santo marca el inicio del Triduo Pascual, los tres días más sagrados del calendario cristiano. Es una jornada llena de profundidad, de gestos que hablan sin necesidad de muchas palabras. En esta noche se nos revela el corazón de Jesús, no como un Rey que impone, sino como un Maestro que sirve, que parte el pan, que se arrodilla a lavar los pies de sus discípulos.
En las iglesias del Casco Antiguo, con sus naves silenciosas y altares engalanados, el Jueves Santo se vive con una solemnidad serena. Todo invita a contemplar el misterio del amor que se abaja. El mismo Dios que creó el universo se pone una toalla a la cintura y lava los pies de sus amigos. Es una escena que desconcierta, que rompe nuestras ideas de grandeza. Jesús, sabiendo que va hacia la cruz, decide amar hasta el extremo.
La Última Cena no es solo un gesto de despedida; es el nacimiento de la Eucaristía. En ese pan partido y ese vino compartido, Jesús se queda para siempre entre nosotros. No como un recuerdo, sino como una presencia viva que alimenta el alma y une a la comunidad. En cada misa, esa misma cena se actualiza. Es como si el tiempo se detuviera y volviera a comenzar desde ese gesto de entrega.
Pero el Jueves Santo también nos introduce en la noche del abandono. Después de la cena, Jesús va al huerto a orar, mientras sus discípulos duermen. Allí empieza su soledad, su angustia, su aceptación plena de la voluntad del Padre. Y en la liturgia, esa tensión se hace palpable. Termina la misa y el altar queda desnudo. El Santísimo Sacramento se traslada a un lugar aparte. La iglesia se oscurece y el silencio se vuelve oración.
En muchos templos del Casco, los fieles se quedan en vela, acompañando a Jesús en su agonía. Es una tradición llena de sentido: no dejarlo solo en su hora más difícil. Estar con Él como amigos, como discípulos fieles. Y en ese silencio, muchos redescubren el valor de la oración, de la cercanía, de la presencia que no juzga, sino que consuela.
El Jueves Santo es, en el fondo, una escuela de amor. Jesús nos enseña que servir no es humillarse, sino elevarse; que compartir el pan es compartir la vida; que quedarse en la oscuridad con el que sufre es la más alta forma de consuelo.
Y cuando en el Casco resuenan los últimos cantos y se apagan las luces, el alma queda en vela. Porque sabemos que la historia no ha terminado, que la pasión ha comenzado. Pero también, que el amor ha sido sembrado. Y no hay noche, por larga que sea, que pueda apagar esa luz.
#TodosSomosUno
El autor es Caballero de la Orden de Malta.