Las recientes e inéditas restricciones de China sobre las exportaciones de tierras raras y su decisión de suspender la compra de 12 000 millones de dólares en soya estadounidense, junto con la medida recíproca de Pekín y Washington de imponer aranceles portuarios en octubre de 2025, constituyen un nuevo episodio en la guerra comercial mundial por la supremacía tecnológica y el dominio del orden global.
Durante años, comerciantes y analistas panameños nos vendieron la globalización como sinónimo de estabilidad y progreso. Pero hoy, en pleno siglo XXI, observamos que las cadenas globales de suministro, el sector tecnológico crítico y los flujos financieros han dejado de ser instrumentos neutrales de bienestar para convertirse en herramientas de presión y coerción económica.
La globalización prometió competencia sana y cooperación entre naciones. Pero lo que surgió fue una jerarquía económica dominada por pocos actores y una red de países vulnerables. La interdependencia, antes símbolo de progreso, se ha convertido en un arma. Hoy, Panamá ni siquiera puede producir el arroz que consume.
La analogía con la proliferación nuclear es inevitable. Así como la bomba atómica obligó a crear regímenes de control y nuevas reglas de convivencia internacional, la interdependencia armada exige un rediseño del orden económico global. Sin él, el comercio se transforma en una guerra silenciosa de sanciones, represalias y chantajes financieros. Las decisiones cortoplacistas de lo que podríamos llamar el deep state panameño —socios comerciales del dragón asiático— ya pasan costosas facturas geopolíticas.
Panamá ha vivido del tránsito: somos puente de bancos, capitales y aviones. Pero en un mundo donde la interdependencia se usa como arma, ese puente se convierte en un blanco. Lo vimos con la Ley 462, que afectó la confianza en nuestro sistema de seguridad social y mostró cuán frágil puede ser nuestra estabilidad económica. El riesgo ya no es solo político; las sanciones internacionales y la guerra comercial afectan directamente al transporte marítimo, los seguros y el sistema bancario panameño.
El tablero de poder global ya no se mide en tanques ni misiles, sino en quién controla los nodos de la economía: los semiconductores, la energía, la inteligencia artificial y las finanzas digitales. Cada sanción, cada arancel y cada cláusula desproporcionada en un tratado comercial funciona como un misil económico. Y Panamá, dependiente casi por completo de las importaciones, es especialmente vulnerable.
A ello se suma la austeridad económica de los outsiders políticos y un Estado que responde a los intereses del sistema financiero local, cuyos principales actores operan dentro del sistema SWIFT. Esto hace cada vez más difícil sostener la neutralidad del Canal de Panamá. En un contexto de fragmentación global, los grandes bloques económicos buscarán asegurar sus propias cadenas de suministro y sistemas de pago alternativos. Lo que fue una economía mundial interconectada se convierte ahora en un mosaico de subsistemas, donde la confianza se sustituye por la lógica del “por si acaso”.
En junio pasado, un acuerdo marco —silencioso pero revelador— entre Washington y Pekín mostró la transición global: hemos entrado en la era de la interdependencia armada neonacionalista. Con ello me refiero a cómo la infraestructura tecnológica y económica del mundo se ha transformado en un arsenal geopolítico. Los cuellos de botella financieros, logísticos y tecnológicos ya no son fallas del sistema, sino potenciales instrumentos de coerción económica. En este nuevo escenario, la cooperación y el libre intercambio, antaño ideales del neoliberalismo, parecen desvanecerse.
Estados Unidos construyó ese paradigma durante décadas. Tras el 11 de septiembre, transformó las plataformas financieras globales —SWIFT, compensaciones en dólares— en mecanismos de control hegemónico. Lo mismo ocurrió con Internet y la industria de punta: bajo su jurisdicción, obtuvo acceso privilegiado a información estratégica. En principio, ese poder servía para perseguir terroristas o sancionar regímenes como Irán; con el tiempo, se convirtió en herramienta de presión contra aliados y adversarios por igual.
Mientras el hegemonismo financiero estadounidense crecía, Pekín, apoyado por empresas estatales y socios comerciales extranjeros, fue construyendo su propio arsenal económico. Estableció controles de exportación rigurosos, consolidó su dominio sobre la cadena de tierras raras y avanzó hacia un ecosistema tecnológico autónomo.
Un episodio paradigmático ocurrió cuando la administración Trump aceptó flexibilizar las restricciones sobre el software de diseño de chips a cambio de que China redujera sus controles sobre las tierras raras —minerales que también se extraen en Donoso. Ese intercambio simbolizó el nuevo equilibrio: el país que antes ordenaba a todos ahora debía negociar bajo presión, incluso con figuras como Elon Musk influyendo fuera del gobierno norteamericano.
Mientras Estados Unidos reducía capacidades críticas —oficinas como la OFAC (sanciones financieras) o la BIS (controles de exportación) han sufrido recortes—, Pekín ha tejido una burocracia sofisticada capaz de convertir sus cuellos de botella en palancas calibradas de coerción. Su sistema no solo impide la salida de tecnologías e insumos estratégicos, sino que recopila datos de dependencia nacional: quién necesita qué y en qué grado. Así, China puede ejercer represalias selectivas y precisas.
En ese contexto global surgen preguntas apremiantes para Panamá: ¿qué sucedió con la venta de los puertos de CK Hutchison a BlackRock? ¿Cómo avanza la demanda del empresario azucarero Flores ante la Corte Suprema sobre las concesiones portuarias de Balboa y Cristóbal a Panamá Ports Company? En un mundo donde los puertos y las rutas marítimas pueden ser objeto de presión arancelaria, la soberanía logística adquiere relevancia estratégica.
Este es el riesgo latente para Panamá: quedar atrapado entre potencias que usan puertos, minerales y flujos financieros como piezas en su tablero geopolítico. Necesitamos rapidez, transparencia y una visión de Estado capaz de proteger nuestra autonomía en esta nueva contienda tecnológica y comercial.
Washington enfrenta una disyuntiva histórica: puede reconstruir instituciones multilaterales, pactar nuevas reglas y promover una convivencia internacional más equitativa. Si opta por ello, países como Panamá podrían beneficiarse enormemente. La experiencia de la era nuclear demuestra que, aunque difícil, la cooperación basada en la contención y la regulación mutua puede evitar la catástrofe.
La interdependencia armada no es una coyuntura pasajera, sino el esqueleto del nuevo siglo: el neonacionalismo económico. Ignorarlo o improvisar respuestas nos llevará al aislamiento y al empobrecimiento.
¿Qué pasará cuando China decida no vendernos insumos médicos o piezas automotrices en represalia porque Panamá se retire de la Ruta de la Seda Digital en 2026? El Mercosur podría ser un trampolín para seguir comerciando con China, pero Estados Unidos lo sabe. Ese escenario no es ciencia ficción, sino una posibilidad real en un mundo donde la economía se ha convertido en el principal campo de batalla.
El país necesita un debate urgente sobre soberanía económica, diversificación productiva y autonomía tecnológica. No podemos seguir siendo simples intermediarios de un sistema global en reconfiguración. Si no entendemos que la neutralidad del Canal depende también de nuestra capacidad de producir, innovar y resistir presiones externas unidos, los panameños corremos el riesgo de convertirnos en lo que nunca quisimos ser: un enclave colonial sitiado bajo el orden de un nuevo terrateniente con paso firme.
El autor es médico sub especialista.



