Durante los últimos años, en Panamá hemos intentado construir una institución en la que podamos delegar el poder soberano que, teóricamente, ostentamos los ciudadanos: un modelo de democracia liberal.
En este modelo se han respetado los derechos básicos de las personas y los derechos políticos de los ciudadanos, incluidas las libertades de asociación, reunión y expresión, mediante el imperio de la ley protegidas por los juzgados; la separación de poderes entre Ejecutivo, Legislativo y Judicial; la elección libre, periódica y competitiva de quienes ocupan cargos decisorios en cada uno de esos poderes; la sumisión del Estado, y de todos sus aparatos, a quienes han recibido la delegación del poder ciudadano; la posibilidad de revisar y actualizar la Constitución, en la que se plasman los principios de las instituciones democráticas. Y la que aún tenemos pendiente: la exclusión de los poderes económicos o ideológicos en la conducción de los asuntos públicos, mediante su influencia en el sistema político.
En el último año ha surgido un nuevo órgano fáctico que opera como poder paralelo en el Estado panameño y que busca legitimar el actuar contramayoritario: la Cámara de Comercio y el movimiento MOVIN, que constantemente emiten narrativas y comunicados en favor de las acciones dirigidas a denigrar al trabajador público. ¿Cuántas denuncias se han presentado ante el Ministerio Público por las “botellas” en la Asamblea, las auditorías pendientes en los puertos o los malos manejos del gobierno anterior?
La democracia liberal es representativa solo si los ciudadanos sienten que están representados, porque la fuerza y estabilidad de las instituciones dependen de su vigencia en la mente colectiva. Cuando se rompe el vínculo subjetivo entre lo que los ciudadanos piensan y quieren, y las acciones de quienes elegimos y pagamos con nuestros impuestos, se produce lo que llamamos crisis de legitimidad política: el sentimiento mayoritario de que los actores del sistema no nos representan.
El panameño percibe que quienes vinieron desde la endeudada empresa privada a administrar lo público llegaron para preservar el monopolio de sus conglomerados empresariales, beneficiarse de licitaciones de insumos quirúrgicos y medicamentos, y lucrar con el manejo de las cuotas obrero-patronales a través de la banca bursátil en Hong Kong. Esta dictadura de minorías diseñó la exoneración del impuesto a las comunicaciones establecida en la Ley 51 de 2005, para que fuera cubierta con deuda pública mediante la Ley 462.
La democracia enfrenta dificultades prácticas en la gestión de crisis, no porque sea democrática, sino porque ha sido diseñada para un país que ya no existe: se olvida que vivimos en una sociedad dramáticamente fragmentada. No se está logrando un desarrollo autónomo de la seguridad social en Panamá porque no se respeta la verticalidad institucional.
Outsiders han llegado a defender los intereses de sus negocios por encima del interés común, imponiendo su ideología parasitaria de vivir a costa de las licitaciones públicas, mientras denigran al panameño como analfabeta o menosprecian a educadores, médicos y trabajadores de clase media tildándolos de izquierdistas radicales.
Existe decepción porque un 32% de los panameños depositaron su esperanza en la Alianza por Salvar a Panamá, bajo la promesa de “chen chen en la calle”, y a los únicos que realmente se intenta salvar, y a quienes sí les llega el dinero sin austeridad, es a los accionistas de la banca bursátil panameña.
También hay decepción porque los accionistas de medios tradicionales han fabricado una narrativa de miedo y odio hacia el trabajador público, el maestro, el obrero y el médico.
El autor es médico sub especialista.