En las últimas semanas, hemos sido testigos de un incremento en la tensión social en Panamá, marcado por protestas ciudadanas ante el rechazo de la Ley 462 de la Caja de Seguro Social y, lamentablemente, por una respuesta estatal que en ocasiones ha cruzado la línea hacia la represión. Si bien es innegable la obligación del Estado de mantener el orden y garantizar la seguridad de todos los ciudadanos, resulta crucial analizar con detenimiento los métodos empleados y discernir si estos se ajustan a los principios democráticos y al respeto de los derechos humanos fundamentales.
La protesta social es un pilar esencial de cualquier sociedad democrática: es la voz de aquellos que sienten que sus preocupaciones no son escuchadas por los canales regulares, una válvula de escape para el descontento y un motor potencial para el cambio. Cuando esta voz es silenciada mediante la fuerza excesiva, se erosiona la confianza en las instituciones y se siembran las semillas de una mayor polarización.
Hemos observado imágenes y relatos preocupantes sobre el uso de la fuerza policial en contra de manifestantes. Si bien algunos incidentes pueden requerir la intervención de las fuerzas del orden, es imperativo que esta intervención se realice con proporcionalidad, respetando los protocolos establecidos y evitando cualquier forma de violencia innecesaria. El uso de gases lacrimógenos, perdigones de goma y detenciones masivas debe ser siempre la última opción y debe estar justificado por una amenaza real e inminente a la seguridad pública, no como una táctica para disuadir la disidencia.
Es fundamental recordar que el derecho a la protesta pacífica está amparado por la Constitución y los tratados internacionales de derechos humanos de los que Panamá es signataria. Criminalizar la protesta, equiparándola a actos de vandalismo o alteraciones del orden público sin una base sólida, es una estrategia peligrosa que socava las libertades civiles.
Comprendo la perspectiva de quienes abogan por la mano dura y el restablecimiento inmediato del orden. Sin embargo, la historia nos enseña que la represión como única respuesta a las demandas sociales rara vez conduce a soluciones duraderas. En cambio, suele generar resentimiento y exacerbar los conflictos subyacentes.
Panamá, como nación que ha transitado hacia la democracia, debe fortalecer los mecanismos de diálogo y mediación para abordar las causas profundas del malestar social. Ignorar las demandas legítimas de la ciudadanía o responder únicamente con la fuerza es un camino que puede tener consecuencias negativas a largo plazo para la estabilidad y la cohesión social.
Es necesario un debate público sereno y profundo sobre el papel de la protesta en nuestra sociedad y sobre los límites de la intervención estatal. ¿Estamos garantizando que las fuerzas de seguridad actúan con la formación y la supervisión adecuadas? ¿Estamos ofreciendo canales efectivos para que los ciudadanos expresen sus inquietudes y sean escuchados?
La respuesta a la protesta no debe ser la represión, sino la escucha activa, la búsqueda de soluciones justas y el fortalecimiento de los espacios de participación ciudadana. Solo así podremos construir una sociedad más inclusiva y en la que la voz de todos sea valorada y respetada. La delgada línea entre mantener el orden y caer en la opresión se cruza cuando la fuerza se convierte en la primera y única herramienta de respuesta ante el clamor popular. Panamá merece un enfoque que priorice el diálogo y el respeto por los derechos fundamentales.
El autor es abogado.