Para muchos, el cambio climático parece una causa perdida: un fenómeno tan abrumador que ni las grandes potencias logran contener. Pero esa visión fatalista ignora un principio poderoso: el compromiso —ya sea desde una institución pública o privada, una comunidad organizada o incluso desde la acción individual— puede marcar una diferencia real en la reducción de las vulnerabilidades que este fenómeno impone.
Panamá se ha convertido en un termómetro viviente de las nuevas dimensiones de la pobreza. Hoy no basta con medir la carencia de ingresos: también debemos observar cuán expuestos están nuestros hogares a un clima impredecible y cada vez más severo. El reciente Índice de Pobreza Multidimensional para América Latina (IPM-AL), presentado por la CEPAL en el evento “Datos que transforman: abriendo caminos hacia la inclusión”, revela que muchas viviendas hechas de materiales como quincha, bambú, madera o zinc simbolizan una fragilidad estructural frente a inundaciones, tormentas y vientos extremos que azotan con mayor frecuencia.
En regiones como el Corredor Seco, al que pertenece buena parte del territorio panameño, la escasez de lluvias complica aún más el panorama. Familias que dependen de la agricultura o ganadería de pequeña escala recurren a la captación pluvial y deben hervir o filtrar el agua ante la falta de acceso a servicios básicos, lo que encarece sus condiciones de vida y eleva los riesgos sanitarios. Cuando, por el contrario, las lluvias se desbordan, las crecidas arrastran lodo hacia los hogares, las alcantarillas —cuando existen— colapsan, y la contaminación se convierte en una amenaza constante. Las brechas de saneamiento se agrandan, y con ellas, también crece la desigualdad.
En los últimos 23 años, según el informe Panorama de los Desastres en América Latina y el Caribe 2000-2022, la región centroamericana ha vivido 681 inundaciones, 400 tormentas, 78 deslizamientos de tierra, 77 sequías, 49 episodios de temperaturas extremas y 36 incendios forestales. Esa realidad climática no es abstracta: golpea con fuerza creciente a quienes ya vivían en condiciones de desventaja.
El resultado es claro y preocupante: un círculo vicioso en el que el cambio climático exacerba privaciones históricas en salud, vivienda y acceso al agua. Y los más golpeados son siempre los más vulnerables: mujeres, niños, adultos mayores y emprendedores que luchan por subsistir ante la falta de empleo formal.
Este 5 de junio, Día Mundial del Medio Ambiente, debemos hacer una pausa crítica y repensar nuestras acciones. Apostar por la innovación, rediseñar nuestros procesos y proponer soluciones que integren sostenibilidad con equidad social ya no es una opción, sino una urgencia, especialmente si queremos frenar el crecimiento de la pobreza multidimensional ligada a los efectos del clima.
En Panamá, fortalecer la resiliencia de las comunidades vulnerables ante el cambio climático requiere soluciones integrales, como productos verdes y microseguros, como se demuestra en nuestro más reciente Informe de Impacto. Estas herramientas no solo promueven la sostenibilidad ambiental, sino que también protegen los ingresos de las familias más expuestas, convirtiéndose en una respuesta efectiva y justa ante los desafíos del calentamiento global.
Es momento de enriquecer nuestros sistemas de medición nacional con nuevos indicadores que den cuenta de la vulnerabilidad productiva, la resiliencia hídrica y el avance de las transiciones energéticas. Indicadores capaces de captar con precisión cómo estos desafíos impactan a las personas, especialmente a los emprendedores en riesgo.
Con alianzas sólidas y un sistema de datos más afinado, Panamá no solo puede proteger los logros alcanzados —como los que ya muestra el IPM-AL—, sino también anticiparse a los impactos futuros y cerrar las brechas antes de que se conviertan en grandes abismos.
Transformemos los esfuerzos aislados en un movimiento nacional por la resiliencia. Porque no hay desarrollo posible sin justicia ambiental.
El autor es gerente de Sostenibilidad e Inclusión en Microserfin.