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La falacia de la pena de cadena perpetua

La discusión sobre la pena de prisión perpetua no es solo un debate jurídico; es una disputa ética, política y de derechos humanos que exige claridad conceptual, evidencia empírica y respeto por los principios constitucionales. En Panamá, como en muchos otros países, el clamor público por castigos más severos ante delitos atroces empuja a políticos hacia soluciones aparentemente simples: prometer “cadena perpetua” como respuesta de eficacia inmediata. Esa promesa es, en la práctica y en la teoría, una falacia.

La pena perpetua se presenta bajo dos disfraces: el histórico —la imagen simbólica de “cadenas” y confinamiento vitalicio— y el técnico —la acumulación de penas que, por concurso, producen reclusión de muy larga duración equivalente a una pena de por vida. Ambos comparten un defecto esencial: cuando la privación de libertad carece de posibilidad real y previsible de revisión, entra en conflicto con la finalidad rehabilitadora del derecho penal moderno y con las normas internacionales de derechos humanos.

Un eje ineludible del debate es el marco internacional de derechos humanos. Las principales instituciones internacionales han señalado de forma consistente que las penas privativas excesivas que niegan toda esperanza de liberación suponen una grave tensión con la dignidad humana y con la prohibición de tratos inhumanos o degradantes. Los estándares contemporáneos exigen que las penas largas incluyan mecanismos de revisión efectivos y previsibles, de modo que la persona condenada conozca desde el inicio las condiciones y el tiempo en que podrá aspirar a la reinserción. En la misma línea, los organismos encargados de velar por los derechos humanos han advertido sobre los efectos psicológicos y sociales de las penas prolongadas cuando se aplican sin programas de tratamiento ni evaluación periódica de peligrosidad o progreso penitenciario.

La cadena perpetua, o prisión vitalicia, genera intensos debates en el derecho penal contemporáneo. Consiste en la privación permanente de la libertad sin posibilidad de revisión o con revisiones restringidas. Algunos la consideran una medida de protección frente a personas que representan un riesgo para la sociedad. Sin embargo, falla en sus objetivos penales, viola derechos humanos y contradice la dignidad. Es inhumana y degradante, privando de esperanza de libertad, equiparándose a una “pena de muerte disfrazada.” Organizaciones como Amnistía Internacional sostienen que contradice el derecho a la vida y la prohibición de tortura, según el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) y la Convención contra la Tortura. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) advierte que penas superiores a 15 años causan daños psicológicos permanentes, violando el artículo 3 de la Convención Europea de Derechos Humanos (CEDH), que prohíbe tratos inhumanos. Se trata de “violencia ilegítima estatal”, que niega la redención y la capacidad de cambio humano.

No debemos olvidar que uno de los pilares del derecho penal moderno es la reinserción social, que la cadena perpetua ignora. Convierte las prisiones en “almacenes de personas” sin propósito educativo o terapéutico. En España, se llama prisión permanente revisable, permitiendo revisión eventual. En Francia, réclusion criminelle à perpétuité es excepcional, con revisión posible tras 30 años. En Italia, ergastolo, aunque indeterminada, permite libertad vigilada cumpliendo requisitos, como en ciertos estados de Estados Unidos. En Europa, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) declara incompatibles las penas irrevocables con la dignidad humana, exigiendo revisiones cada 25 años. Además, genera costos elevados: mantener presos de por vida supera los beneficios y perpetúa la marginalidad. Sobre todo, su uso es político y populista, introducido por motivos electorales, apelando al resentimiento sin evidencia empírica, como respuesta reactiva a crisis de seguridad. Éticamente, es incompatible con principios religiosos: el papa Francisco la ha calificado como tortura contraria a la misericordia, promoviendo límites máximos de 35 años.

Además, la dimensión de riesgo judicial agrava la objeción. La posibilidad real de errores judiciales convierte en inaceptable la irreversibilidad total de una pena. Sistemas con altos índices de exoneraciones tras décadas de reclusión ilustran la vulnerabilidad de la justicia frente a sentencias definitivas sin revisión. Ese argumento no solo es jurídico, sino también moral: un Estado debe garantizar reparaciones y corrección de fallos.

En lo doctrinal, conviene separar tres planos. Primero, el fin del castigo: retribución, prevención y reinserción son finalidades distintas; la reinserción debe ser central en un Estado de Derecho. Segundo, la evidencia empírica: la literatura comparada indica que el endurecimiento extremo de las penas no guarda relación sostenida con la reducción del delito; factores estructurales como pobreza, exclusión e impunidad son determinantes. Tercero, la legitimidad normativa: la proporcionalidad y la previsibilidad son requisitos constitucionales que no se resuelven con retórica punitiva.

Políticamente, existe un riesgo evidente de populismo penal. Políticos que buscan réditos mediáticos proponen medidas inviables o violatorias de garantías procesales, explotando el dolor de las víctimas para ganar adhesión. La ley no puede ser instrumento de venganza popular sin rigor jurídico ni evidencia de impacto.

Para Panamá, esto tiene implicaciones concretas. Aunque el Código Penal no contemple la “cadena perpetua” en términos nominales, el cómputo por concurso de penas puede producir duraciones equivalentes a una vida entera. Frente a ese cuadro, la respuesta responsable no es elevar la retórica punitiva, sino reformar la política criminal sobre bases técnicas y de derechos humanos: definir con precisión los delitos graves, imponer límites máximos razonables y garantizar mecanismos de revisión claros y efectivos.

Una política criminal democrática y eficaz debe articular al menos cuatro ejes: 1) límites y revisión; 2) tratamiento y supervisión; 3) transparencia y evaluación; y 4) prevención estructural. También son imprescindibles salvaguardias procesales, como limitar los acuerdos de pena en delitos graves, garantizar informes periciales independientes y asegurar representación especializada en instancias de revisión.

El costo económico y humano de la prisión de por vida es otro argumento práctico: mantener a personas encarceladas indefinidamente sin programas eficaces implica un gasto público significativo y una pérdida social irreparable. La privación total de esperanza tiene efectos psíquicos severos, incrementando el aislamiento y la deshumanización del sistema penitenciario.

Reconocer la gravedad de ciertos delitos no obliga a renunciar a los principios constitucionales ni a sacrificar la eficacia a corto plazo por impresiones políticas. La alternativa responsable pasa por construir una política de Estado, fruto del diálogo entre los poderes públicos, la academia, las organizaciones de víctimas y la sociedad civil. Panamá tiene la oportunidad de diseñar una respuesta que honre la dignidad de las víctimas, proteja a la sociedad y respete los estándares internacionales de derechos humanos. Esa es la respuesta que merece la opinión pública, no fórmulas simplistas que confunden venganza con justicia.

El autor es abogado, investigador y doctor en Derecho.


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