A veces, cuando sueño, mi alma se descuelga por los corredores del multiverso y se cuela, como quien entra a una fiesta sin invitación, en futuros que no me pertenecen. Cierro los ojos, me acomodo en la almohada, y de pronto ya no soy yo, o lo soy en un tiempo que no es este.
La otra noche, sin mayor preámbulo, me descubrí en una sala dorada del Hotel Fontainebleau, en Miami, bajo enormes lámparas iluminadas, flotando en un mar de lujo. A lo lejos, transportado por una caprichosa arquitectura onírica, en una mesa larga, llena de viandas y festivos comensales, se congregaba la Hermandad del Sancocho, celebrando a la patria ausente, entre caldos y platillos cargados de nostalgia. Era el año 2040.
Me senté junto a un cuarentón avejentado, con mirada de estratega. Algo en él —la forma de jugar con el tenedor, quizás— me hizo suponer que tenía futuro, si no lo tenía ya. Decidí no reconocerlo. Fingí ser un visitante curioso, lo bastante neutral para preguntar sin parecer imprudente.
—¿Y cómo fue que llegaron todos aquí? —le solté, como quien no rompe platos.
Él me escudriñó con una ceja y medio labio. Pensé que no respondería, pero finalmente se encogió de hombros, como quien cuenta una historia vieja y gastada.
—Fue en el 2027. La revolución. El Batallón Victoriano Lorenzo. Un nombre que parecía sacado de los folletines escolares: el movimiento de los sindicatos, indígenas, ambientalistas, tiktokers encendidos, políticos frustrados y hasta de un par de economistas con vocación de profetas. Se unieron porque ya no había país que defender, solo ruinas que reconstruir.
Hizo una pausa y bebió un sorbo de su vino, como si disfrutara el sabor agrio de la memoria.
—La chispa fue la reforma de la CSS. El gobierno, después de jugar al escondite dos años con el fondo solidario, finalmente dijo que no podía aportar los mil millones anuales prometidos. La gente estalló. La Ley 462 quedó desnuda, como un rey sin ropaje. Y los empresarios... ah, los empresarios, creían que Washington vendría a salvarles los pellejos.
Sonrió con una ironía seca.
—Pero la historia no les interesaba. Nunca pensaron en Lenin ni en Brest-Litovsk. Nadie imaginó que el tal movimiento BVL, con una astucia inesperada, pactaría con Trump —o más bien con el consorcio de su hijo y Solá— la cesión de la administración del Canal. Panamá seguía siendo “soberana”, claro… como lo es una marioneta que aún conserva su nombre.
Alguien alzó la voz en el otro extremo de la mesa para brindar por el aniversario del exilio, y mi interlocutor no se distrajo ni un segundo.
—Mientras tanto, China sonreía. Le dieron puertos. Un cambio de casi nada. Y con el lema agua, trabajo y salud, la BVL nacionalizó cuanto pudo: bancos, hospitales, escuelas, minas… hasta los postes de luz, creo. Pero con eso, en corto tiempo llenaron de médicos las comunidades, de techos las escuelas, y hasta de agua las pilas. El desempleo cayó como mango maduro. Y cuando en el 2029 arrasaron en las elecciones, nadie se opuso a su Constituyente. ¿Quién se iba a atrever? Claro, después vino el descalabro económico y la hiperinflación, pero ya era muy tarde.
Calló. Su tenedor trazó círculos distraídos en los restos del sancocho. Yo sentí la frente perlada. Algo me ardía en el estómago, y no era el ají chombo.
—¿Y ustedes? —pregunté apenas, apenas susurrando—. ¿Por qué fueron?
—Porque ya no éramos necesarios. Porque no supimos aliarnos con los inconformes moderados, reformar nada sustantivo, ceder ningún espacio, ni pactar a tiempo. Salvo los de siempre, los mismos que pactan con cualquiera. Los demás, aquí estamos, jugando a la nostalgia. Con plata, pero sin país.
Me levanté. Necesitaba despertar. Urgente. Crucé un pasillo que no estaba antes, empujé una puerta inexistente, y volví a mi baño.
Abrí el grifo. Nada. Silencio.
Y recordé: el Idaan había avisado que no tendríamos agua por tres días.
El autor es médico salubrista.