En La crisis del capitalismo democrático, Martin Wolf advierte sobre el impacto del quiebre de la alianza histórica entre la democracia liberal y la economía de mercado, provocado por el aumento de la desigualdad, la captura del Estado por las élites económicas y la creciente frustración social. En este contexto, surgen figuras como Javier Milei en Argentina y Nayib Bukele en El Salvador, quienes representan respuestas con rasgos autoritarios al desencanto con la democracia. Analizamos cómo estos dos líderes encarnan esa tendencia y las consecuencias de optar por soluciones iliberales.
Javier Milei llegó al poder en Argentina con un discurso agresivo contra el Estado, los partidos políticos tradicionales, los medios independientes y las organizaciones sociales. Aunque ha logrado reducir parcialmente la rampante inflación y alcanzar el superávit fiscal, lo hizo a costa del desmantelamiento de servicios públicos, la inversión en infraestructura y la reducción del gasto social para los más vulnerables, provocando un profundo deterioro social y una creciente crispación política. Jubilados, trabajadores y sectores vulnerables han sufrido recortes y retrocesos en derechos. Su gobierno ha restringido libertades fundamentales, en especial para mujeres, minorías y manifestantes. El Plan de Inteligencia Nacional, que permite el espionaje a opositores, y el decreto que limita el derecho a huelga evidencian un viraje autoritario disfrazado de racionalidad económica.
Paradójicamente, como señala Wolf, estas políticas profundizan la crisis que dicen combatir. El escándalo de la criptomoneda “$Libra”, vinculado a Milei y su hermana, y las denuncias de corrupción en organismos públicos como el PAMI, muestran que la falta de transparencia persiste. La promesa de cambio se diluye entre decisiones arbitrarias, censura indirecta y el uso del poder punitivo para acallar críticas.
A pesar de un apoyo inicial de sectores medios y altos, la popularidad de Milei se ha debilitado, especialmente entre jóvenes y trabajadores urbanos, al no traducirse los sacrificios económicos en mejoras tangibles. Sin embargo, su embestida institucional continúa, con intentos de controlar la Corte Suprema y manipular la opinión pública mediante inteligencia artificial. En nombre de la eficiencia, Milei erosiona el pluralismo y convierte la “libertad” que pregona en una versión excluyente, donde solo los afines al gobierno tienen voz.
En cambio, Nayib Bukele ofrece una versión tecnocrática del autoritarismo. No busca reducir el Estado, sino concentrar el poder en él. Su lucha contra las pandillas ha cimentado su popularidad, promoviendo la imagen de un líder eficaz. Pero detrás del aparente orden se oculta un grave deterioro democrático. Desde 2019, ha destituido jueces y fiscales, militarizado el Congreso y extendido un régimen de excepción que ha llevado a más de 85 000 detenciones, muchas sin debido proceso.
Bukele ha implementado medidas como la “Ley de Agentes Extranjeros”, que limita el financiamiento de ONG críticas, y ha perseguido a periodistas y defensores de derechos humanos, como Ruth López. Estas acciones han sido denunciadas por organismos internacionales como Human Rights Watch por violar libertades fundamentales.
Aunque su política de mano dura ha reducido la violencia visible, también se ha visto empañada por denuncias de negociaciones secretas con pandillas como la MS-13, a las que habría otorgado beneficios penitenciarios a cambio de respaldo político. Estas prácticas socavan la legitimidad del Estado de derecho, pero su modelo es admirado por sectores regionales que priorizan el orden sobre las libertades. Esta aceptación del autoritarismo como remedio frente al crimen o la ineficacia estatal revela una peligrosa complacencia con la erosión de derechos.
Tanto Milei como Bukele son ejemplos de cómo la crisis del capitalismo democrático puede llevar a la ciudadanía a abrazar líderes que prometen soluciones rápidas mediante acciones despóticas. Sin embargo, como advierte Wolf, estas salidas no resuelven los problemas estructurales, sino que agravan el deterioro institucional.
La desigualdad, la corrupción y la desconfianza no se corrigen con más concentración de poder, sino con más democracia: equidad, transparencia, justicia social y participación ciudadana efectiva. En América Latina, región marcada por pasados abusivos, la solución no está en repetir errores, sino en fortalecer un contrato social donde coexistan libertad y orden. Solo así se puede construir un futuro sostenible y justo, donde la democracia sea capaz de dar respuestas reales a las necesidades de la población.
El autor es médico salubrista.