Al conmemorar, en el mes de noviembre, los acontecimientos trascendentales que marcaron nuestro devenir histórico como nación, resulta conveniente interesarnos por conocer las motivaciones de los panameños de 1903, quienes realizaron las acciones que culminaron con la separación formal y definitiva de Panamá de Colombia y el consecuente surgimiento de la nueva República.
Al respecto, han surgido, a partir del 3 de noviembre de 1903, varias versiones históricas o corrientes interpretativas de aquel evento. Cada una de ellas aporta, por separado y en contrapunto, singulares elementos de investigación y fundamentación histórica, con los que es posible aproximarnos al conocimiento real de los hechos.
La primera de estas versiones o variantes interpretativas de nuestra historia republicana es conocida como la “leyenda blanca” o “leyenda dorada”. Se trata de la versión heroica de los próceres, que todos aprendimos en la escuela. Es, por tanto, la versión oficial o académica, y, por ende, la mayormente difundida.
En principio, la leyenda blanca está basada en los escritos testimoniales o autobiográficos de los principales partícipes del suceso, quienes plantearon que, para llevar adelante la secesión, tuvieron que arriesgar sus vidas, sus fortunas y su posición social, a fin de librar al Istmo del yugo colombiano.

En ese sentido, se destacan, entre otros, los aportes de José Agustín Arango, Manuel Amador Guerrero, Tomás Arias y Nicanor A. de Obarrio, sin que nos olvidemos del general Esteban Huertas y algunos liberales como Federico Boyd, Carlos Constantino Arosemena y Guillermo Andreve. A manera de referencia histórica, la obra del abogado y periodista Ramón Maximiliano Valdés constituye un valioso compendio que recoge los testimonios de los próceres en aquella época.
Por otro lado, debemos referirnos también a la denominada “leyenda negra”, la cual sostiene, a contrapunto de la anterior, que el movimiento separatista de Panamá y el surgimiento de la nueva República el 3 de noviembre de 1903 se debieron primordialmente a la intervención directa de Estados Unidos, a fin de celebrar un tratado del canal con Panamá para construir, controlar y defender la ruta interoceánica en forma exclusiva.
Este punto de vista intervencionista fue sustentado y denunciado inicialmente por algunos panameños de la época que no estaban de acuerdo con la secesión de Panamá, como el propio Belisario Porras, quien además se opuso al Tratado Hay–Herrán, al que consideró como una “venta del Istmo”.
Podemos mencionar, además, a Óscar Terán y Juan Bautista Pérez y Soto, entre algunos de los más enérgicos sustentadores de esta tesis intervencionista planteada en aquel momento.
Fortalece este argumento el hecho de que, en efecto, el Tratado Hay–Bunau Varilla, aprobado quince días después de nuestra separación, el 18 de noviembre de 1903, en su artículo 1.º señala que Estados Unidos asume el compromiso de garantizar y mantener la independencia de la República de Panamá, y en el artículo 7.º del mismo tratado se faculta a Estados Unidos para intervenir en las ciudades de Panamá y Colón y sus áreas adyacentes, a fin de mantener el orden público.
Además, como lo consigna Ernesto J. Castillero en su obra Historia de Panamá, el 5 de noviembre de 1903, a solo dos días de proclamada nuestra separación, Estados Unidos fue el primer país en reconocer extraoficialmente a la nueva República.
Asimismo, dentro del contexto de la leyenda negra, resulta inevitable mencionar las conversaciones previas y cabildeos tras bastidores que se produjeron entre William Nelson Cromwell y el francés Philippe Bunau-Varilla, a la sazón nuestro representante y posterior embajador plenipotenciario en Washington, quienes, en efecto, celebraron reuniones que podrían calificarse de solapadas, curiosamente coincidentes con la secesión definitiva y los acuerdos para un nuevo tratado.
A nivel contemporáneo, los escritores Olmedo Beluche, con su obra La verdadera historia de la separación de 1903, y Ovidio Díaz Espino, con su libro El país creado por Wall Street, pueden considerarse serios e importantes sustentadores de la leyenda negra, ya que sus obras presentan interesantes indicios o pruebas que sostienen la tesis de que la República de Panamá fue una creación del imperialismo norteamericano, y no el resultado del acendrado patriotismo de los panameños, como proclama la leyenda blanca.
Por cierto, Díaz Espino en su obra señala que las reuniones con Bunau-Varilla se llevaron a cabo con dinero de por medio. Se menciona la cifra de 40 millones de dólares pagados por el gobierno norteamericano, en compensación al gobierno francés, sin que a la fecha se conozca con certeza el destinatario final de esta importante cifra.
De manera complementaria, dentro de este contexto interpretativo de la historia, y como una variante de la leyenda negra, debemos mencionar que han surgido también algunos historiadores y escritores que se han ocupado en defender esta tesis intervencionista por parte de Estados Unidos, alegando, además, que el francés Philippe Bunau-Varilla debería ser considerado un héroe por parte de los panameños, debido, entre otras cosas, al relevante papel de convencimiento que supuestamente tuvo en favor de Panamá, al desviar el interés de los norteamericanos de construir el canal por Nicaragua.
Tal es el caso del historiador estadounidense David McCullough, con su obra El cruce entre dos mares, y los escritores Rodolfo Leitón, con su obra Yo tomé Panamá, y Juan David Morgan, con su novela histórica Con ardientes fulgores de gloria.
Más recientemente, el Dr. Víctor Vega Reyes, catedrático de Derecho de la Universidad de Panamá, publicó en La Prensa —30 de octubre de 2025— un Ensayo de Interpretación sobre normas de Derecho Internacional, de cuyas conclusiones finales rescato la siguiente cita: “Philippe Bunau-Varilla es para la independencia de Panamá lo que el marqués de La Fayette para la independencia de Estados Unidos. De no haber sido por el protagonismo de Bunau-Varilla, los Estados Unidos habrían descartado a Panamá como opción para construir el canal y habrían hecho la vía acuática en Nicaragua. Hoy por hoy, Nicaragua es uno de los países más pobres de nuestro hemisferio; esa suerte habría sido la de Panamá si el canal se hubiese hecho en el país de los lagos”.
Sobre esta interpretación o aseveración hecha por el Dr. Vega Reyes sobre Bunau-Varilla, yo me pregunto si, guardadas las proporciones, y siguiendo esta línea de pensamiento, ¿acaso no tendríamos que otorgarle crédito similar, en tiempos modernos, al tristemente célebre Ricardo Martinelli, por aquello de que: “robó, pero hizo”?
Para no apartarme del tema, es indispensable advertir, no obstante, que existe otra versión o elemento interpretativo importante que conviene tomar en cuenta si pretendemos ser objetivos en este análisis o repaso de la historia sobre el 3 de noviembre que intentamos presentar ante ustedes. Se trata de la denominada “versión ecléctica”, la que, en principio, podemos calificar como un intento de equilibrio entre las posiciones extremas antes mencionadas.
En otras palabras, la versión ecléctica es una interpretación de nuestra separación de Colombia que incorpora y selecciona argumentos valederos tanto de la leyenda blanca como de la leyenda negra. Muchos consideran esta versión más verosímil, realista y con menos sesgo o parcialidad que las anteriores.
Pablo Arosemena fue probablemente el primero que expuso esta posición, en 1915, con su escrito La secesión de Panamá y sus causas. En su obra, Arosemena resalta cuatro principales causas sobre la secesión, a saber: 1) el afán autonomista y separatista de los istmeños, resaltando las figuras de Tomás Herrera y Justo Arosemena; 2) la nueva Constitución de Rafael Núñez en Colombia, que suprimió el Estado Federal, acrecentando con ello el centralismo autoritario sobre el Istmo; 3) la conducta de los jefes militares de ambos partidos, Liberal y Conservador, con respecto al elemento istmeño, en la recién culminada Guerra de los Mil Días; y 4) el rechazo del Tratado Hay–Herrán por parte del Gobierno colombiano, lo que en principio obligaría a los norteamericanos, en atención a la Ley Spooner, a preferir construir el canal por Nicaragua.
Por su parte, el destacado historiador panameño Carlos Manuel Gasteazoro (fallecido en 1989) introdujo modernos métodos de investigación histórica en nuestro país a mediados del siglo pasado, tras obtener el doctorado en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima, Perú). Gasteazoro, luego de examinar los diferentes puntos de vista sobre este suceso, publicó un notable ensayo, en 1952, titulado El 3 de noviembre de 1903 y nosotros, con el que sustenta de manera puntual esta versión ecléctica sobre las causas que provocaron nuestra separación de Colombia y la consecuente constitución como república.
De manera complementaria a lo planteado por Gasteazoro, Diógenes de la Rosa, en su ensayo titulado Tamiz de noviembre, también advierte que es preciso tomar en cuenta, no solo los elementos coyunturales —como el centralismo colombiano, los intereses de la Nueva Compañía del Canal Francés y los objetivos del imperialismo estadounidense—, sino también las causas estructurales, por ejemplo, las diferencias históricas y geográficas entre Panamá y Colombia, al igual que el permanente anhelo autonomista y separatista de un grupo de notables panameños que, desde inicios del siglo XIX, abogó por nuestra autonomía, para sacarle provecho a la privilegiada posición geográfica del Istmo con la construcción de una ruta interoceánica.
A los planteamientos de Gasteazoro, que, por cierto, a mi parecer, cobran vigencia, yo agregaría que resulta innegable el hecho de que, en nuestra separación de Colombia, algunos próceres debieron cometer sus pecados y pusieron de manifiesto sus vicios y defectos, al igual que nosotros lo hemos hecho y seguimos haciendo hoy, en muchas de nuestras actuaciones como panameños.
¿Quién ha de dudar que el Canal, construido finalmente por los norteamericanos, corrompió a mucha gente en Panamá, y que el dólar tomó, desde 1903, un sitio reverente y alienante en nuestra sociedad?

Pero lo importante es que esto no es todo lo que debemos pensar que ocurrió —y aún ocurre— en nuestro entrañable suelo istmeño. Por debajo de todas estas manifestaciones reales, terrenales y humanas, prevalece algo más profundo, más hondo que el mismo concepto de Estado y el interés por el provecho personal, que nos sigue seduciendo y nos asedia a diario, obnubilada nuestra voluntad con el contagioso germen de la corrupción política imperante en nuestro medio.
Es necesario entender, además, que, pese a la vigencia de todas estas pasiones, que arrastramos desde el surgimiento de la República, en nosotros subyace la idea de la nacionalidad panameña, que, por fortuna, aún permanece tibia en lo más recóndito de nuestro ser.
Corresponde, por tanto, a nuestra generación evitar que se extinga irremisiblemente esta llama de esperanza en el corazón y la mente de todos los panameños, especialmente de los jóvenes, que, de seguro, valorarán ese legado.
Por ello, en este momento en que recordamos el acontecimiento extraordinario y complejo de nuestra separación como Departamento de Colombia, debemos valorar, en su conjunto, todos estos aspectos, dándoles actualidad y vigencia, sí, pero mediante una visión refrescante, imparcial y no sectaria, de todo el devenir panameño. Es así como mejor podremos comprender y valorar el hondo significado cultural y político que, invariablemente, el 3 de noviembre de 1903 tuvo y tiene para todos los panameños, sin excepción.
De esta forma, estaremos más cerca de poder equipar, mental y espiritualmente, a las nuevas generaciones con las herramientas indispensables para que pueda lograrse, con su concurso, si no a corto, al menos a mediano plazo, la otra importante “independencia” o “separación” que, desde los inicios de la República, seguimos anhelando los pobladores de este suelo istmeño.
Me refiero a la necesidad de unir voluntades, pero fortalecidos más con la razón y el discernimiento; y no tan solo con la emoción y el patriotismo sensiblero, para tener opción, en el Panamá de hoy, aquí y ahora, de separarnos de manera definitiva de la corrupción que heredamos y que se ha ido acrecentando en los últimos tiempos, cual la mitológica Hidra gigante de nueve cabezas que enfrentó Heracles en la antigua Grecia.
El punto es que, necesariamente, en estos 122 años transcurridos, hemos tenido que hacer muchas cosas mal, para que, en una nación con tanta riqueza, tengamos el escandaloso resultado de una pobreza real, cercana al 50% de la población panameña. Esto no es para entristecernos —¡es para avergonzarnos!—.
De lo que se trata, entonces, si en verdad queremos cambiar el estado de cosas que hemos descrito, es que nos dispongamos a atrevernos con convicción y visión de país, tanto gobernantes como gobernados, a corregir entuertos, a sabiendas de que algunos de esos males se encuentran enquistados en nuestro propio ADN.
Siempre he sostenido que este es nuestro principal escollo. No hemos logrado cimentar una cultura profunda que nos identifique como nación; capaz de provocar y generar el despegue social y económico que requerimos. Desafortunadamente, seguimos poniendo la carreta delante de los bueyes y la escuela sigue teniendo metas muy distantes de los objetivos básicos que debe plantearse un desarrollo pleno.
Mientras los gobiernos y los políticos, en general, prefieran seguir por el camino fácil, estimulando y fomentando entre sus electores el asistencialismo malsano, que a la postre, como una ola, genera más pobreza, más incultura política y más corrupción rampante —hasta el punto de que ya en nuestra sociedad el lema del corrupto que se cree religioso es: “Yo no le pido a Dios que me dé dinero, sino que me ponga donde hay”; o este otro: “Que el vivo viva del tonto y el tonto de su trabajo”—, nada ocurrirá.
Nada ocurrirá mientras los gobiernos sigan teniendo temor de afectar los bolsillos de las grandes empresas y fortunas que financian sus campañas y gozan, a cambio, de aberrantes privilegios de exoneración fiscal, al tiempo que el mayor peso de la carga fiscal se sigue haciendo descansar injustamente en la agobiada clase media, productiva y trabajadora del país.
Nada ocurrirá mientras los gobiernos sigan sintiendo ese olímpico e irresponsable desprecio por la preservación de nuestra agua, nuestros ríos y nuestro ambiente.
Como dije, no podemos esperar ningún cambio significativo, mientras los gobiernos prefieran seguir escuchando al oído solamente lo que tengan que decir los Bunau-Varilla modernos, que hacen lobby en el Palacio de las Garzas, para obtener del gobierno panameño la aprobación de concesiones que favorezcan los intereses omnímodos de inescrupulosas empresas nacionales o extranjeras a quienes representan.
Definitivamente, no cambiaremos el estado de cosas, mientras, para hacer más fácil y expedita la labor de sacarle el mejor provecho posible a su tránsito por el poder, tanto gobernantes como subalternos prefieran seguir hablando el dialecto común del “salve” y la coima con los gamonales del patio, o el más refinado y sutil idioma de los grandes negociados, con los millonarios consorcios internacionales, quienes, a fuerza de la costumbre, saben bien “dónde come la langosta”.
Por tanto, me parece que es un deber patriótico insoslayable, principalmente del actual gobierno en todas sus instancias, por supuesto que con el concurso de los panameños en general, recuperar la democracia que casi hemos perdido en ese desafortunado acto de travestismo político a ritmo de reguetón, con el que los anteriores gobiernos corruptos han amenazado con destruir nuestra nación.
En la actualidad, para lograr este objetivo de restablecer nuestra magullada democracia, y adecentar, de paso, las instituciones públicas a todos los niveles, la lucha contra la corrupción tiene que establecerse sobre la base de la promoción de una nueva ética institucional, inspirada con el ejemplo de arriba hacia abajo de quienes nos gobiernan. Ello derivará en una nueva cultura política que reemplace el ambiente permisivo de la normalidad, en que todavía se desenvuelve a sus anchas la corrupción, especialmente en las esferas de poder, resultado obvio de los desmanes de anteriores gobiernos, sin olvidar, por supuesto, las terribles secuelas complementarias que, por casi dos décadas, el lumpen del militarismo rampante dejó en nuestro país.
No hay forma de sustraernos de esta tangible realidad. Pero, si nos proponemos, de manera sostenida, con claridad de pensamiento y firmeza, valorar con sosiego las ideas contrarias, y acostumbrarnos a favorecer el debate argumentativo, en lugar de inclinarnos por la descalificación y el insulto, iremos, paso a paso, rescatando y fortaleciendo entre nosotros mismos el intrínseco valor de la democracia.
De lo que se trata, al final de cuentas, es ir rompiendo con la cultura del encanallamiento; la cultura de la resignación, el miedo y el lamento; para reemplazarla por la cultura de la protesta inteligente con propuesta. Como una vez lo hicimos en tiempos de la Cruzada Civilista. Por cierto, recuerdo con tristeza, pero a la vez con orgullo, esos viejos tiempos de lucha, en que participamos unidos en un solo haz de voluntades, por la defensa de la democracia y el imperio de la justicia en Panamá.
En otras palabras, lo que propongo es que empecemos a ver de nuevo las oportunidades, en lugar de depender del oportunismo gubernamental o del lloriqueo plañidero, para obtener respuesta a los problemas regionales y nacionales que nos aquejan. Tenemos que aprender a mirar con luces largas.
En efecto, nadie puede negar que vivimos tiempos muy difíciles y que, ante la desesperanza, podemos incluso llegar a pensar que, para arreglar el estado de cosas, necesitamos un milagro o soluciones mágicas, que, por igual, el mundo entero reclama.
La Iglesia católica puede ayudar y también jugar su papel. Pero, para ello, debería desempolvar primero la vieja Doctrina Social de la Iglesia, recordando algunos elementos claves del cristianismo esencial, que, de seguro, son eficaces para permitirle a la Iglesia tocar tierra, y alejarse de la burocracia política rancia y manipuladora a la que por tanto tiempo ha estado sumida, y empiece a entender con claridad este viejo principio: “Siempre resultará intrascendente hablar de Dios si se pretende negociar a escondidas con el diablo”.
Para terminar, quisiera recordar que Heracles logró, al final, vencer, con una espada y fuego, a la Hidra de nueve cabezas de los pantanos de Lerna. Por nuestra parte, lo que necesitamos para vencer la corrupción, que, al igual que la hidra mitológica, parece renacer y renovarse con cada corte que le hacemos, es crear y fortalecer un nuevo principio de legitimidad, que supere la idea de que la democracia es solo el sentir de las mayorías electorales, surgidas al calor del momento político, y la reemplacemos por una participación activa y vigilante de los ciudadanos.
Debemos empezar a sentirnos capaces de exigir, más con la razón que con la emoción, la vigencia de una dirección gubernamental seria y decidida, que se preocupe por enfrentar la corrupción, los déficits sociales, la degradación y depredación ambiental, el incumplimiento de los derechos humanos y la falta de seguridad, con el mismo cuidado con que los gobiernos impulsan y defienden el espejismo de un crecimiento económico como sinónimo de pleno y equitativo desarrollo.
Quiera Dios que nuestro presidente, que, a nuestro parecer, se ha tomado en serio, hasta ahora, su noble misión, asuma la decisión definitiva de convertirse en estadista, en lugar de conformarse, como sus antecesores, con anotar su nombre para la historia en la lista de inquilinos del Palacio de las Garzas.
El autor es pintor y escritor.


