La polarización política implica la identificación de causas o elementos interrelacionados que, con el tiempo, pueden variar, pero tienden a reforzarse mutuamente. Este proceso genera tensiones políticas y sociales, donde diversos grupos o individuos —con ideas, pensamientos y contextos socioeconómicos distintos— entran en conflicto por las decisiones adoptadas por los líderes. En ausencia de espacios de diálogo, estas divisiones se profundizan, generando enfrentamientos y nuevos conflictos, especialmente en contextos con escasa comunicación efectiva.
Panamá es uno de los países con mayores índices de desigualdad socioeconómica en América Latina. La ciudad capital y San Miguelito concentran la mayor parte de la población, así como los servicios, el consumo y el empleo. Esta centralización ha provocado durante décadas una migración hacia el área metropolitana en busca de oportunidades, lo que ha generado una desconexión con el interior del país y marginado a regiones menos desarrolladas. La pandemia expuso las debilidades de este modelo, exacerbando la precariedad económica, el descontento social y la polarización.
Este fenómeno se manifiesta de forma tangible en la fragmentación social: se forman grupos enfrentados, se pierde la tolerancia y se reduce la disposición al diálogo. En América Latina, la polarización tiene un origen multidimensional, donde el descontento social juega un papel central. Ese malestar se canaliza mediante todas las herramientas disponibles, incluidas la desinformación y la violencia. Las brechas en ingresos, el acceso desigual a educación de calidad, salud y seguridad han generado resentimientos crecientes. Muchos ciudadanos perciben que el sistema favorece a una élite reducida, mientras margina al resto.
A esto se suma una crisis de legitimidad institucional: la ciudadanía no se siente representada por sus gobernantes ni confía en las instituciones públicas. Son claros los ejemplos: la desconfianza hacia la reforma del sistema de seguridad social o los escándalos de corrupción impunes, que deterioran la confianza colectiva. Los políticos pasan a ser vistos como una élite económica, y la situación empeora con los conflictos de interés no fiscalizados: personas del sector privado asumen cargos públicos sin transparencia ni rendición de cuentas.
Los conflictos afloran cuando las diferencias sociales se traducen en divisiones políticas. Cambios demográficos o sociales pueden hacer que ciertos grupos perciban amenazada su identidad. Ejemplo de ello son las recientes fracturas entre pueblos indígenas y el gobierno, como las protestas en Río Indio, que han intensificado la polarización del debate.
Las redes sociales y las nuevas tecnologías son herramientas clave para la información política. Pero mal utilizadas, propagan desinformación, escalan los conflictos y refuerzan percepciones de crisis. La repetición de datos falsos y mensajes emocionales favorece posiciones extremas. En este entorno, muchos políticos se limitan a desacreditar al adversario sin ofrecer propuestas. Urge fortalecer la educación, fomentar el pensamiento crítico y promover la formación cívica, para evitar manipulaciones y narrativas simplistas que solo dividen más.
La polarización puede tener graves consecuencias: desde la parálisis institucional que impide implementar reformas necesarias hasta el debilitamiento de la legitimidad democrática, con riesgos de autoritarismo o pérdida de derechos fundamentales. La solución pasa por abrir espacios de diálogo cuanto antes y, sobre todo, promover la transparencia institucional en el corto plazo. A largo plazo, se requiere reducir las desigualdades, elevar la calidad educativa y construir sistemas electorales que reflejen con mayor proporcionalidad la voluntad del electorado.
Chantal Mouffe, en La paradoja democrática, reflexiona sobre el conflicto inherente a la democracia y la tensión entre el consenso y el pluralismo. Defiende la necesidad de una oposición crítica para el buen funcionamiento del sistema. Sin ese contrapeso, advierte, emergen fuerzas extremistas que explotan el vacío de debate. Como ella afirma: “Si resulta que una persona poco razonable o irracional se muestra en desacuerdo con el estado de las cosas y trata de perturbar el agradable consenso, él o ella deberá ser obligada, mediante coerción, a someterse a los principios de justicia. Esa coerción, sin embargo, no tiene nada que ver con la opresión, ya que viene justificada por el ejercicio de la razón”.
El autor es abogado, investigador y doctor en Derecho.