La Revolución Industrial, iniciada en Europa y Norteamérica a mediados del siglo XIX, transformó profundamente la historia de la humanidad. La industrialización, junto con la innovación tecnológica y el crecimiento económico, generó avances significativos en la calidad de vida, la reducción de la pobreza y la expansión de las libertades. No obstante, estos logros no fueron producto exclusivo del libre mercado, sino también del papel crucial de las luchas obreras, los movimientos sociales y anticolonialistas, y de la creación de instituciones públicas que buscaron contener los excesos del capitalismo.
Si bien el capitalismo industrial trajo beneficios —como la producción en masa que redujo el costo de bienes, mejoras en la salud pública y el aumento de la esperanza de vida—, estos avances no se dieron automáticamente. Las economías de Inglaterra, Estados Unidos y Alemania crecieron rápidamente, y el desarrollo económico propició sistemas políticos más abiertos. El surgimiento de una clase media educada impulsó demandas por los derechos civiles, la libertad de prensa y el sufragio universal, consolidando las democracias liberales.
Sin embargo, esta evolución fue también producto de luchas. En los inicios de la industrialización, las condiciones laborales eran precarias: jornadas de 16 horas, bajos salarios y trabajo infantil. Las mejoras en la calidad de vida de la clase trabajadora no se dieron por la “mano invisible” del mercado, sino por la acción organizada de los movimientos obreros, los sindicatos y las huelgas, muchas veces reprimidas violentamente, como recordamos cada Primero de Mayo. Conquistas como la jornada laboral de ocho horas, el seguro social y las leyes contra la explotación infantil fueron fruto de una larga y accidentada contienda.
Además, mientras el capitalismo industrial crecía, las potencias europeas sostenían un sistema colonial que explotaba brutalmente a pueblos de Asia, África y América Latina. La industrialización se financió, en parte, con recursos y mano de obra extraídos mediante la dominación colonial. Las luchas anticoloniales del siglo XX no solo alteraron el mapa mundial, sino que forzaron a las potencias a repensar modelos económicos sustentados en la explotación externa.
El capitalismo desregulado también mostró límites internos. Las crisis económicas y geopolíticas, como las guerras mundiales, la Revolución Bolchevique y la Gran Depresión, evidenciaron su incapacidad de autorregularse. Fue necesaria la intervención del Estado para corregir los excesos: la creación de sistemas progresivos de recaudación fiscal, los servicios públicos, las políticas redistributivas y modelos como el New Deal en Estados Unidos, el Estado de bienestar en Europa y los sistemas públicos de salud y educación. Junto con el movimiento de descolonización del siglo pasado, todo ello demostró que el mercado necesita límites éticos y sociales. Estas reformas contribuyeron a la estabilidad y prosperidad global de los últimos ochenta años y permitieron que el crecimiento beneficiara a un espectro más amplio de la población.
También fue clave la creación de instituciones internacionales como la ONU, la OIT y la OMS, que establecieron estándares mínimos en salud, trabajo y derechos humanos, evitando una competencia global a la baja en condiciones laborales y de vida. La inversión pública en infraestructura y educación permitió democratizar los beneficios del desarrollo económico.
La Revolución Industrial, en suma, fue un catalizador de progreso, pero no bastó por sí sola para asegurar la justicia social ni la sostenibilidad. Los avances fueron posibles gracias a la organización popular, las reformas institucionales y la construcción de Estados y un orden internacional más inclusivos. El capitalismo solo se ha perpetuado cuando ha sido regulado y compensado con políticas redistributivas.
Hoy, frente a desafíos como la automatización y el cambio climático, esta lección sigue siendo crucial: el crecimiento económico debe estar acompañado de políticas que prioricen el bien común. De lo contrario, el progreso seguirá concentrado en manos de unos pocos, en vez de convertirse en un derecho compartido por todos.
El autor es médico salubrista.