Exclusivo Suscriptores

La ruta que nos devuelve al mundo

La ruta que nos devuelve al mundo
Empedrado español en el Camino de Cruces, parte de la Ruta Colonial Transístmica como Patrimonio Cultural Panameño. Foto: Alexander Arosemena

Hay gestos que no requieren más estruendo que su propia profundidad. Y hay logros —como este— que no solo merecen celebrarse, sino ser comprendidos en toda su densidad simbólica. La reciente inscripción de la primera fase de la Ruta Colonial Transístmica de Panamá en la lista de Patrimonio Mundial de la Unesco no es una simple medalla en el pecho del Estado panameño: es, en realidad, la vindicación de una verdad largamente ignorada y la reivindicación de un país cuyo suelo ha sido, desde siempre, tránsito y testimonio de la historia universal.

Este acontecimiento no se da por azar ni por cortesía diplomática. Es fruto de once años de perseverancia técnica, de firmeza institucional y de diplomacia fina y sostenida. Y en ese tejido de voluntades y esfuerzos hay dos nombres que merecen ser pronunciados con respeto y gratitud: la ministra de Cultura, María Eugenia Herrera, y nuestra embajadora ante la Unesco, Candice Williams de Roux.

Ambas mujeres han dado una lección de altura. Herrera, iniciadora del expediente cuando aún se dirigía el entonces INAC, ha vuelto al mismo sueño —una década después— con la dignidad de quien nunca soltó la antorcha. No se dejó vencer por la lentitud de los mecanismos internacionales ni por la miopía de los tiempos políticos. En París, no solo habló con elocuencia ante la Unesco: habló con historia en la voz, con país en la mirada, con memoria en el alma.

Y junto a ella, la embajadora Williams de Roux tejió pacientemente el respaldo de los Estados Parte, defendió el expediente con precisión académica y rigor diplomático, y convirtió un anhelo patrimonial en un hecho irreversible. Su nombre quedará inscrito —como la Ruta misma— en la historia de nuestra cultura internacionalizada.

Nuestra diplomacia cultural está de plácemes. Y también hay actores anónimos que fueron responsables de este gran logro: sin duda, nuestra Cancillería. A pesar de los vientos que a veces no soplan a favor del país, este es un triunfo mayúsculo para la gestión presidencial, que gana legitimidad en la escena internacional desde el terreno más noble: el de la cultura.

Este reconocimiento no es solo una victoria para el sector cultural. Es una afirmación global de que Panamá existe no solo en la geografía, sino también en la conciencia histórica de los pueblos. Nuestra franja angosta —ese istmo que une mares, mundos y civilizaciones— vuelve a ser reconocida como el corazón que palpita entre dos océanos y tres continentes.

No hay metáfora en esto. Lo que se ha inscrito no es solo una red de caminos. Es una línea viva sobre el mapa de la humanidad. Es la memoria física de siglos de intercambio, conflicto, esperanza y progreso. Es, en otras palabras, la prueba de que el istmo fue y sigue siendo el punto donde el mundo se encuentra.

Pero también es una herida que se cierra. Porque tras la crítica severa que recibió Panamá por el daño ocasionado por la Cinta Costera 3 al Casco Antiguo y Panamá Viejo, este nuevo sitio inscrito se alza como una forma de redención. La Ruta Colonial Transístmica es ahora una ofrenda de memoria al mundo: una red de caminos y fortalezas que cuenta lo que fuimos y lo que aún somos, sin necesidad de adornos ni ficciones. Es la respuesta que el país da, con la frente en alto, luego de haber sido herido en su orgullo patrimonial.

Este hito también representa una oportunidad para volver a creer en la política cultural como herramienta de cohesión y como estrategia de desarrollo. La Ruta Colonial Transístmica no puede convertirse en una joya encerrada tras vitrinas. Debe ser experiencia, aprendizaje, arraigo. Debe convertirse en un eje vivo que conecte no solo mares, sino también generaciones.

Las comunidades locales, protagonistas invisibles de este recorrido histórico, deben ahora ser parte del relato. No como ornamento turístico, sino como custodios legítimos de la memoria. En cada sendero, en cada piedra, en cada muralla olvidada, hay una historia que puede alimentar el alma de una nación que a veces ha creído que su historia comienza en el Canal. No. Comienza mucho antes. Y esta inscripción lo prueba.

Y si el turismo viene —como vendrá—, que no sea solo a ver. Que sea también con propósito. Que quien camine por estas rutas no solo contemple vestigios, sino que escuche ecos. Porque este logro no es un destino: es un punto de partida para resignificar nuestra identidad y proyectarla con dignidad al mundo.

El país entero debe entender la dimensión de este logro. No es papel firmado. Es piedra consagrada. Es suelo con nombre propio. Es un país que, por fin, deja de ser únicamente “puente del mundo” para empezar a ser también huella del mundo.

Y todo esto ha sido posible gracias a una gestión cultural que hoy, sin ambages, debe ser reconocida. A todos los involucrados en esta gran hazaña, gracias por demostrar que la cultura también sabe hablar el idioma de la geopolítica, y que el alma de los pueblos puede y debe tener voz propia en el concierto de las naciones.

Panamá ha inscrito una ruta, sí… pero ha ganado un lugar. Y no hay victoria más honda que aquella que nos devuelve el sitio que la historia nos debe.

El autor es cronista y gestor cultural.


LAS MÁS LEÍDAS

  • Bono para jubilados y pensionados: segundo pago confirmado para agosto de 2025. Leer más
  • Intentaba apropiarse de 29 hectáreas en reserva natural La India Dormida y fue descubierto. Leer más
  • Chiquita Panamá despide a sus últimos 1,189 trabajadores por razones económicas. Leer más
  • ¿Dónde están los carros? Fiscalía investiga al exalcalde de Colón, Alex Lee. Leer más
  • Fondo del seguro educativo: ¿Cómo los dirigentes de gremios controlan el dinero?. Leer más
  • Exigen declarar de interés nacional tierras en río Indio para frenar especulación por embalse del Canal. Leer más
  • La tarjeta BAC PriceSmart se transforma con más beneficios para sus clientes.. Leer más